ABC 04/08/14
FERNANDO GARCÍA DE CORTÁZAR
· Jordi Pujol no podía tener los atributos de un dirigente político normal. Nunca los buscó, nunca los quiso. Su prestigio y su éxito proceden de una coherencia absoluta entre la construcción de su imagen y la fabricación de un mito nacional acuñado en las sombrias cecas de la Generalitat
«YA la distancia entre los dos abierta…». El verso con el que Luis Cernuda recordaba la España añorada en el exilio podría ser pronunciado por todos aquellos que durante más de treinta años han creído en Jordi Pujol. Y digo bien: quienes creyeron. Porque el caudillo del nacionalismo catalán nunca permitió que con su persona o su liderazgo se estableciera una relación normal, basada en el respeto a su cargo, en la valoración de sus aptitudes o en la adhesión a sus principios. Todo eso se daba por añadidura, todo eso se sumaba a lo que ha resultado esencial para comprender los mecanismos con los que se construye una comunidad según el manual de instrucciones del orden nacionalista.
Precisamente porque el nacionalismo no es nunca una serena y razonable perspectiva de la sociedad, con los conflictos internos y las legítimas aspiraciones de sus miembros; precisamente porque el nacionalismo es una firme llamada a los servicios de extinción de la discrepancia y un perpetuo ejercicio de salvamento de la patria en peligro, Jordi Pujol no podía tener los atributos de un dirigente político normal. Nunca los buscó, nunca los quiso. Su prestigio y su éxito proceden de una coherencia absoluta entre la construcción de su imagen y la fabricación de un mito nacional acuñado en las sombrías cecas de la Generalitat.
Ni el personaje ni el nacionalismo podían resignarse a considerar a Jordi Pujol la máxima autoridad del Estado en Cataluña, que fue el cargo que ostentó, de acuerdo con el espíritu y la letra de la Constitución, entre 1980 y 2003. Con notable desprecio por quienes dedican su inteligencia y su esfuerzo diario al servicio público, Jordi Pujol nunca se sintió una persona dedicada a resolver los problemas de los ciudadanos, humilde y secundaria tarea dejada a los insignificantes funcionarios de la Administración catalana. Jordi Pujol no se consideraba una autoridad política, justificada con los votos y desdramatizada por los usos y costumbres de una democracia vigorosa. Debía ser la personificación de la historia de un pueblo, la forma concreta de una conciencia milenaria, el cuerpo visible de un espíritu de resistencia nacional. Jordi Pujol no quería legitimarse por la tranquila adhesión de los ciudadanos a su proyecto, sino por la relación mística de una sociedad inmadura con su causa.
Para poder ser redentor de una patria, Pujol tenía que convencer a los catalanes de su pecaminosa servidumbre. Para poder ser emancipador de un pueblo, Pujol tenía que asegurar a los catalanes su esclavitud. Para poder ser el líder de una nación, Pujol tenía que proporcionar a los catalanes una identidad. Para poder ser el oficiante de una liturgia comunitaria, Pujol tenía que inculcar a los catalanes una mitología. Para poder ser el pastor de una congregación de creyentes, Pujol tenía que atizar en la conciencia de los catalanes la ansiosa vehemencia de una fe.
Quien aún se sorprenda por lo que hoy ocurre debería considerar si lo que nos sucede ahora no es el resultado de esa construcción minuciosa, tenaz e implacable, que usando todos los recursos de un Estado moderno ha conseguido provocar la pavorosa inversión de aquellos valores sobre los que se edificaron nuestra admiración por Cataluña y la propia autoestima de los catalanes. Una sociedad envidiablemente abierta, urbana, plural, europea, sensata y progresista. Porque el régimen pujolista se basó en todo lo contrario: en las actitudes recelosas ante la diversidad, en los gustos provincianos de un localismo de clausura, en la sustitución de la cultura por el fundamentalismo lingüístico, en la descarada utilización de los instrumentos más sutiles para conseguir eso que Pujol llamó, sin complejos, la «construcción nacional de Cataluña» en los años de la Transición.
Para poder edificar esa sociedad de nueva planta, Jordi Pujol no podía presentarse, tras una ajustada victoria en las primeras elecciones autonómicas, como el dirigente normal de un partido normal en un país normal. Lo que se llamó «normalización» en los años de fundación del régimen fue todo lo contrario, como sucede cada vez que se deja en manos del nacionalismo interpretar esa palabra. Crear una Cataluña a imagen y semejanza del sueño nacionalista era despojarla de todos aquellos obstáculos que la madurez cívica opone a las identidades radicales colectivas: la experiencia democrática, la conciencia de la complejidad de las sociedades modernas y, sobre todo, el escarmiento de las simplificaciones ideológicas del siglo XX.
Suponía, además, construir la imagen de una inmensa frustración de soberanía y el culto a un movimiento que no era sino la forma exclusiva y excluyente del Ser catalán. Implicaba desarmar las energías de una sociedad hasta entonces crítica con el poder, rigurosa en sus análisis y heredera de una tradición secular de liberalismo y primacía de la iniciativa ciudadana frente a las intrusiones administrativas. Demandaba la construcción del mito de una comunidad ultrajada que iniciaba un largo peregrinaje en el desierto, desde el cautiverio faraónico de España hasta la tierra prometida de la independencia. Para hacerlo, necesitaba de todos los recursos que el Estado fue depositando insensatamente en sus manos, y que la izquierda aplaudió con su indecible complejo de inferioridad ante los contoneos arrogantes del nacionalismo en una época de crisis de las ideologías.
Los medios de comunicación y el sistema educativo se pusieron al servicio de una espiral de unanimidad, ya no basada en el respeto a las normas comunes de convivencia, sino en el consumo eucarístico de la sagrada forma del nacionalismo. Los recursos innumerables con los que cuenta el poder político fueron empleados en desguazar una cultura diversa, cohesionada en el respeto a la pluralidad, austera en sus expresiones y ajena a la confusión entre los respetables sentimientos individuales y la ideología de la visceralidad.
Y, sobre todo, se precisaba la creación de una figura ejemplar. Thomas Mann escribió que Israel no era el pueblo elegido por Dios, sino el pueblo que había sido capaz de elegir a Dios. La propaganda nacionalista es muy cuidadosa en dar esa misma impresión que relaciona una comunidad religiosa con su fe. Para el secesionismo, no son los ingentes recursos de la autoridad los que crean una mística comunitaria, sino el pueblo mismo, el pueblo que merece ser designado así tras la cuidadosa depuración a que se somete una sociedad, el que descubre su Fe y a su Profeta.
En el penoso deambular por las arenas de su marcha hacia la libertad, el nacionalismo catalán consiguió, amedrentados los opositores, ridiculizada la inteligencia y amortiguada la sensatez, sustituir los mecanismos políticos de una sociedad abierta por el culto a la personalidad de una comunidad insegura. Y, de repente, aparece lo más sucio, lo más doloroso, lo más degradante. No es que el rey esté desnudo, que eso tiene solución, sino que el profeta nos ha mentido. No es solo que sin ejemplaridad no haya liderazgo posible. Es que se han asumido presunciones de encarnación de la voluntad de un pueblo que son indeseables en sí mismas. Y, de repente, su malignidad se expresa con toda su crudeza, cuando la virtud que se presumía, el dedo acusador que señalaba a los incrédulos o el paternalismo inmaculado que se derramaba sobre los feligreses enseñan sus vergüenzas. De repente, la realidad deslumbrante, a pleno sol, con el mito desnudo y la carne hecha ceniza. De repente, el último verano.