ABC 30/11/12
IGNACIO CAMACHO
La diferencia entre Roca y Duran Lleida es la que va de aquel Pujol pragmático de entonces a este independentista de ahora
ANTES de Duran Lleida, ese señor de (doble) cara tan amable que en Cataluña da mítines por la independencia y en Madrid recibe a embajadores en nombre de España, el representante del nacionalismo catalán en la Corte, la bisagra diplomática del régimen pujolista, era Miquel Roca i Junyent. Ponente constitucional y ahora abogado de prestigio, Roca fue siempre mejor jurista y lobbysta que político; de hecho tal vez se trate del único líder capaz de fundar un partido sin inscribirse en él y presentarse por otro. Al igual que Duran fue eterno candidato a ministro de una coalición imposible, pero su formación intelectual, su agenda de contactos y su capacidad de interlocución y diálogo le convirtieron en pieza básica de la correlación de fuerzas con que el pujolismo asentó su pragmática —y ya autodesbordada— estrategia de alianzas de Estado.
Con evidente nostalgia del consenso de la Transición, Roca pidió la otra tarde, en un coloquio junto a González, Herrero de Miñón y Cospedal —incrustada esta última en un cuarteto de viejas glorias—, la renovación de aquel esfuerzo pactista fundacional para repensar un nuevo statuquo del modelo territorial que la crisis financiera y la crecida soberanista han sometido a una tensión insoportable, a un desgaste acusado y a un abuso inviable. Con lógica de padre fundador dejó un razonamiento de impecable apariencia: si fue posible un acuerdo con el tardofranquismo para traer las libertades y las autonomías, cómo no se va a poder forjar ahora uno entre demócratas para reforzarlas. Perfecto silogismo cívico al que sólo le sobra un cierto voluntarismo, fruto del alejamiento de la realidad propio de quien pertenece a un tiempo en el que la política conservaba ciertos objetivos de generosidad y nobleza.
Porque ese pacto que tanta gente añora está bloqueado por el encanallamiento político y la degeneración democrática. El proyecto de convivencia que alentó el proceso constitucional ha sido sustituido por sectarios proyectos de poder, el respeto a la identidad ajena ha desaparecido como valor moral y el adversario se ha convertido en un enemigo aniquilable. Eso en términos generales; particularizando un poco habría que añadir en la cuestión territorial el peso histórico de la deslealtad nacionalista, que ha aprovechado el marco de autogobierno para subvertirlo en favor de un designio unilateral de ruptura. Los sucesores de Roca, y hasta el mismo Pujol, se han declarado insumisos a las leyes del Estado para emprender un camino abiertamente hostil a la concordia. Y aunque los errores y la irresponsabilidad hayan sido generalizados, la autocrítica debería empezar por quienes han tratado de romper las reglas. El consenso de la Transición funcionó porque además de lealtad mutua para crearlo hubo voluntad de cumplirlo, pero esa confianza está hecha trizas. Su evocación melancólica es un mantra de veteranos; la diferencia entre Roca y Duran Lleida es la que va de aquel Pujol a éste.