Ignacio Camacho-ABC
- Cuando la anomalía política se convierte en hábito, la humillación del Estado pasa a ser una simple rutina de trabajo
Una inmensa mayoría de españoles opina -o más bien sabe, porque es cierto- que Sánchez se ha humillado ante los independentistas catalanes y les ha entregado, de rodillas y a sus pies, como el Tenorio, el cese de la directora del CNI. Y hasta los más acendrados partidarios que le quedan admiten que es así, de hecho, aunque lo justifiquen bajo el argumento de que no quedaba más remedio para evitar la caída prematura del Gobierno. Todos son conscientes del coste político de la decisión, el presidente el primero, y la dan por buena como mal menor en aras de defender un poder que para ellos constituye el bien supremo. Esta vez les ha costado más digerir el chantaje y someterse a la genuflexión ante un nacionalismo crecido en su tono chulesco, y por supuesto descuentan que en las elecciones de Andalucía les va a ocasionar un problema bastante serio. Pero en el fondo sienten alivio por haber salvado el objetivo principal, que ya no es más que estirar la legislatura a cualquier precio, y en Moncloa aún confían en que el escándalo acabe disuelto, como tantos anteriores, en la volátil memoria popular en cuanto estalle otro nuevo. La teoría de la resistencia sanchista se basa en el concepto o la creencia de que cualquier mentira, cualquier incoherencia, cualquier abuso e incluso cualquier tomadura de pelo acaba a fuerza de repetición amortizada con el tiempo. Por eso el empeño en mantener a Fernando Simón sobre una montaña de muertos, por eso los indultos del ‘procés’, por eso el desprecio sistemático al Parlamento, por eso los pactos con Bildu y los beneficios a sus presos.
La gente común piensa al revés: que la acumulación de arbitrariedades, contradicciones o simples engaños desemboca más pronto que tarde en un irreversible descalabro. Sánchez, en cambio, salta de un desafuero a otro en la convicción de que los ciudadanos terminan asimilándolos, acostumbrándose o rindiéndose por puro cansancio. Desde que decidió pactar su investidura con los autores de una sedición ha convertido la anomalía en un hábito, la impostura en un rasgo de estilo, el fraude en un instinto automático y la falta de escrúpulos en un método de trabajo, hasta sentirse cómodo en la reputación de embustero profesional y ventajista rutinario. Permanece impávido ante la evidencia de haber perdido cinco elecciones parciales en dos años -con la sexta en camino- sin que la sucesión de fracasos parezca alterar su ánimo porque sólo le afecta lo que pueda comprometer su propio cargo. Y ése lo mantiene a salvo mediante una sucesión de piruetas de funámbulo, en cada una de las cuales deja caer un pedazo de la dignidad institucional del Estado. La enésima prosternación ante los fanfarrones secesionistas no le causa el menor reparo mientras le sirva para llegar al final del mandato. Y llegado ese momento, en el peor de los casos, que le quiten lo viajado en el Falcon.