Álvaro de Diego-ABC

  • «Medio siglo después de la desaparición de Franco llama la atención la desenvoltura con la que ministros del Gobierno se han permitido censurar el trabajo de David Alandete, el corresponsal de ABC en Washington que ha logrado obtener varias declaraciones de Trump

Al centinela de Occidente se le complicaba la guardia. Por eso, un reportero de la agencia de noticias norteamericana Associated Press acudió a entrevistar a Franco en el Palacio de El Pardo en diciembre de 1945. Aquel periodista estadounidense quedó descolocado por la afabilidad de quien, por haberse identificado con el Eje poco tiempo atrás, conducía irremisiblemente al país hacia el ostracismo. El episodio podría parecer anecdótico, pero no lo fue. Dio el pistoletazo de salida a la compleja operación propagandística del franquismo por recuperar la respetabilidad en los Estados Unidos. Esa estrategia de lo que años después se conocería como ‘poder blando’ (‘soft power’) incluyó el fomento del turismo norteamericano y sus superproducciones cinematográficas en España o el despliegue de sistemáticas campañas de relaciones públicas en la superpotencia.

Lo que la prensa extranjera informaba y opinaba sobre la España de Franco se basaba en el trabajo desplegado por corresponsales y enviados especiales acreditados Madrid. El trato que les dispensaba la dictadura oscilaba entre la condescendencia y una versión muy suavizada de la coacción que se ejercía sobre la prensa doméstica. A fin de cuentas, se trataba de conseguir que estos profesionales, sin influir en la sociedad española, contribuyeran a la aceptación internacional del franquismo. Pese a la inspiración totalitaria de la ley de prensa vigente, un texto promulgado en plena Guerra Civil que concebía al periodista como un militante político, la libertad de acción de los corresponsales extranjeros fue ampliada desde abril de 1945, fecha en la que se eliminó la censura que sobre ellos había pesado. Sin embargo, el Ministerio de Asuntos Exteriores, que había creado la Oficina de Información Diplomática para contrarrestar el aislamiento internacional de España, protagonizaría continuos roces con el nuevo Ministerio de Información y Turismo, que recabó la censura y las competencias sobre la prensa extranjera desde 1951.

Uno y otro tenían la vista permanentemente puesta en una cabecera: ‘The New York Times’. El diario había cubierto la Guerra Civil española con equilibrio: destinó corresponsales en los dos bandos y se abstuvo de adoptar posición editorial respecto al conflicto. Todo cambió, no obstante, al simpatizar el régimen de Franco con el Eje durante la Segunda Guerra Mundial. Desde entonces, el antifascista Herbert Matthews, antiguo enviado especial en zona republicana, inspiró el antifranquismo de la cabecera. ‘The New York Times’, una de las pocas publicaciones estadounidenses que contaba con un corresponsal fijo en Madrid y prácticamente todos los días introducía alguna referencia a España, resultaba temido por el ‘establishment’ franquista. Tanto es así que un funcionario en Nueva York compraba cada día el diario a las 23.00 horas (era un matutino que salía la noche anterior) para transmitir por telégrafo o télex lo que publicaba sobre nuestro país. La dictadura hacía grandes desembolsos publicitarios en él y presionaba al Gobierno norteamericano para que rectificase su línea editorial. Paradójicamente, y quizá por el temor que ‘la Dama Gris’ inspiraba, sus corresponsales en Madrid gozaban de muchos privilegios y obtenían más entrevistas que ningún otro medio extranjero.

Ello no impidió, sin embargo, que a su reportero Sam Pope Brewer, acreditado desde diciembre de 1946, se le tratara de expulsar en abril de 1951 por lo que se entendían como «tenaces e insidiosas campañas, frecuentemente incompatibles con la verdad y el decoro de nuestro país». Se conoce la rocambolesca conversación que el redactor mantuvo con un funcionario de la censura. Este último prohibió a Pope Brewer telegrafiar en lo sucesivo a su periódico y, ante la pregunta de este sobre si podía seguir escribiendo, le replicó con tosquedad: «Puede escribir todo el que sabe y no es manco». Cuestión distinta sería publicar sus crónicas, por supuesto. Fue el propio Franco quien intervino ante su torpe ministro de Información, el ultramontano Gabriel Arias Salgado, para que se retirase la amenaza.

El sucesor de Pope Brewer reconoció que, pese a la inquisición que padecía la prensa española, la censura no le tacharía ni una palabra de lo publicado en los seis años de corresponsalía en Madrid. Ni una sola vez le convocaría el ministro de Exteriores o el de Información y Turismo para «ser reprendido, amenazado o presionado». Muy por el contrario, a Benjamin Welles se le permitió entrevistar a Franco en el verano de 1962. El excéntrico informador se permitía el lujo de organizar en su fastuoso piso madrileño cócteles que reunían a prebostes del régimen con representantes de la oposición antifranquista.

La relación con la colonia de corresponsales extranjeros mejoró con el nombramiento como ministro de Información de Fraga, quien trabaría amistad con el nuevo corresponsal del diario, Cyrus Sulzberger, que ya había entrevistado a Franco dos veces.

A comienzos de 1971, Don Juan Carlos y Doña Sofía viajaron a EE.UU y, aunque se evitó la visita a la Gran Manzana, que albergaba una influyente colonia antifranquista, el principal periódico de la ciudad les dispensó una amable cobertura (incluyendo crónicas de Welles firmadas desde Washington) con despliegue gráfico. Al poco de fallecer Franco, el vicepresidente del primer Gobierno de la Monarquía eligió ‘The New York Times’ para asumir el liderazgo del nuevo gabinete. En esa ocasión Fraga anunciaría a su amigo Sulzberger una inminente democracia de partidos que sólo excluiría al PCE. Más adelante se posicionaría ante el mismo corresponsal a favor de la legalización de los comunistas, para disgusto de los altos mandos militares.

La muy nutrida colonia de informadores extranjeros destacados en España en la transición democrática estaba integrada por extraordinarios profesionales: Richard Eder o el citado Cyrus Sulzberger, para ‘The New York Times’; Miguel Acoca, para ‘The Washington Post’; Marcel Niedergang, para ‘Le Monde’; Éduard Bailby, para ‘L’Express’; o Eugène Mannoni, para ‘France Soir’ y ‘Le Point’. A diferencia de una Casa Blanca en exceso timorata ante el cambio político español, estos corresponsales sintonizaron con las aspiraciones del pueblo español y el impulso democratizador de sus líderes políticos. Si Kissinger aconsejaba prudencia al Rey Juan Carlos, para que la estabilidad política no descarrilara sobrepasada por el rupturismo opositor o la parálisis del búnker, mascarones de proa de la prensa estadounidense como ‘The New York Times’ apostaron a carta cabal por una rápida y profunda democratización en España. En este periodo se estrechó una colaboración inédita entre los periodistas españoles y los responsables de nuestra política exterior.

Medio siglo después de la desaparición de Franco llama la atención la desenvoltura con la que ministros del Gobierno se han permitido censurar el trabajo de David Alandete, el corresponsal de ABC en Washington que ha logrado obtener varias declaraciones de Trump sobre nuestro país. Y resulta aún más preocupante el seguidismo político con el que, entusiastas, se han descolgado profesionales del periodismo español. Por muy bochornoso que resulte se hace necesario recordar que continúa vigente el artículo 20 de la Constitución, que ampara el derecho a la información como garantía del sistema democrático. Y que quedaron muy atrás aquellos tiempos en que los políticos podían decidir enmudecer a los corresponsales que consideraban analfabetos y mancos.