De Santillana a Granada

EL ECONOMISTA 05/10/13
NICOLÁS REDONDO TERREROS

No quiero reflexionar sobre la esencia del poder y sus límites, sino sobre el ejercicio del poder y la relación que tiene el Partido Socialista Obrero Español con él. Tampoco deseo un viaje histórico que nos lleve desde su origen, caracterizado por su vocación revolucionaria como todos los de su misma ideología que propugnaban la inexcusable consecución de unos fines incompatibles con «las estructuras burguesas de dominación», hasta su paulatina evolución, accidentada además de paradójica.
Hasta el final de la II Guerra Mundial, -la socialdemocracia alemana tuvo que esperar al año 1959 en Bad Godesberg para renunciar al marxismo y a la lucha de clases-, los partidos socialistas europeos practicaron un discurso insurreccional y una práctica posibilista, más que menos confusa, aunque fueron un instrumento para la disminución de las desigualdades y el fortalecimiento del embrionario Estado del Bienestar que nadie puede soslayar, -muchas de las grandes conquistas sociales de la humanidad, si no la mayoría, se han conseguido en la penumbra de las dudas y las contradicciones-.
Durante esa lenta evolución del socialismo europeo por los años cuarenta y cincuenta, el socialismo español sufría una durísima represión, desconocida por la liviana historiografía española que le da por desaparecido desde el final de la Guerra civil hasta la irrupción de Felipe González. El Congreso de Suresnes, pergeñado por socialistas del exterior y veteranos del interior, nos indujo a creer que los socialistas españoles habían equiparado su pragmatismo al de sus homónimos europeos. Posteriormente el Congreso en el que González dimitió para disminuir la influencia del marxismo como única línea de definición ideológica, avaló ese convencimiento.
Los partidos socialistas europeos, con más o menos intensidad según las características de su evolución y las circunstancias históricas de su entorno, oscilan desde el abigarramiento ideológico del socialismo francés a las seguridades alemanas y al pragmatismo británico; se han convertido en partidos reformistas que aceptan sin grandes complejos la arquitectura institucional y estructura socioeconómica de sus respectivos países, transformándose en ejes fundamentales de estabilidad nacional.
En el caso del PSOE sin embargo, éste mantiene un grado poco razonable de contradicción entre su discurso en la oposición y sus tareas como partido de gobierno, seña de identidad por desgracia también del partido del centro derecha español, y desde un punto de vista ideológico podemos acusarle de una «flojera» más intensa a partir de los mandatos de Zapatero, quien renunció a una propuesta de política general para hacer una serie de propuestas sectoriales más o menos radicales y sin ninguna vocación unitaria.
Ese vacío ha sido compensado por un debate confuso sobre el concepto de nación, influido por nuestra reciente historia y por la escasa influencia en el seno del partido de lo que podemos denominar, con vocación de amplitud, la Ilustración: el predominio de la razón sobre prejuicios ideológicos o sentimentales en el análisis de los problemas de la sociedad.
Justamente esa inquietante indefinición no sólo le impide al socialismo español ser una alternativa, sino ser eje de estabilidad del país, problema que no es de ahora ni ha sido fraguado por la actual dirección aunque la responsabilidad es muy amplia, porque a los actores principales -Maragall a la cabeza del criptonacionalismo del PSC, principales ideólogos y líderes en los periodos de Zapatero, sobre todo de la primera legislatura- se deben unir los que en la disciplina escondían su resignación, y a su miedo llamaron prudencia .
No es un partido fiable aquel que cuando le corresponde el frío y desagradable papel de oposición se lía la manta a la cabeza y pone en entredicho aspectos básicos de la convivencia de una sociedad, como su organización territorial. Y por desgracia, desde la dimisión de Joaquín Almunia, el PSOE ha realizado dos propuestas de modificación radical del «Estado de las Autonomías»: una en Santillana del Mar, para dar cobertura a las ambiciones de Pascual Maragall y la segunda en Granada, para dar cobertura a un PSC que navega a la deriva ideológica y electoral desde que le descabalgaron con trapacerías de baja política.
El exalcalde de Barcelona era creíble porque se lo creía; el problema no lo planteo él, lo generó la debilidad argumental, intelectual y moral de los que no compartían sus posiciones. No existe entre los partidos hermanos un caso parecido de duda, debilidad o insatisfacción sobre la realidad que les ha correspondido gobernar y en la que están llamados a influir, y esta peculiaridad negativa tiene una repercusión suicida en la sociedad española. Una nación, entendida como conjunto de ciudadanos libres e iguales por y ante las mismas leyes, no puede desenvolverse con la estabilidad necesaria para enfrentar el futuro si justamente no tiene clara esta premisa básica e inexcusable.
Para nosotros los socialdemócratas, que defendemos la igualdad y la libertad con igual pasión, todo es posible mientras no atente contra estos conceptos, que son también, para sorpresa de muchos, los ejes en los que se basa «la nación cívica», opuesta totalmente a la nación de los nacionalistas , donde la libertad, que no puede ser más que individual, sucumbe ante el poderío incontenible del todo, en la que el grupo gana y la persona pierde; sin garantizar, como algunos pueden suponer, una igualdad olvidada y preterida por la ilusión del único objetivo de una comunidad nacionalista.