FERNANDO PALMERO-EL MUNDO

BASTÓ la rápida lectura de su biografía política para que Iñigo Errejón entrase en pánico y recurriese al insulto y el menosprecio altivo a Díaz Ayuso. Y que se derrumbase la imagen inventada por tertulianos y columnistas afines de un líder inteligente, bien formado, educado y que representaría una alternativa «no sectaria» dentro de la izquierda populista. Como si eso fuera posible. Quizá no era el debate de investidura autonómico el lugar idóneo, pero la nueva presidenta de Madrid demostró, como ha escrito José María Marco en La Razón, que ni tiene complejos, ni necesidad de «mirar atrás», ni pretende dejar pasar la ocasión de plantar batalla ideológica. Y en la aspiración a instaurar aquí el modelo bolivariano quedó retratado Errejón como uno de los más indecentes políticos españoles.

En Podemos. Cuando lo nuevo se hace viejo (Tecnos), un libro colectivo dirigido por Javier Redondo y Manuel Álvarez Tardío, se desmontan muchos de los mitos que se han creado en torno a Errejón. En impecable trabajo académico, Redondo recuerda que sus diferencias con Iglesias no son sustanciales. Tan sólo de «oportunidad y tacticismo». En lo esencial, ambos «concebían Podemos como un partido movimiento» con aspiraciones de totalidad, esto es, con la pretensión de crear, como explicaba Errejón en 2015, «una voluntad nueva que va a ser la voluntad nacional», detrás de la cual se esconde un espiritual concepto de pueblo cuya esencia encarnaría un líder carismático que confundiría sus propios deseos con los de «la gente». Como la política «es una disputa que no tiene fin» al demiurgo le corresponde la tarea de «construir un pueblo, sus cuadros y sus instituciones en la guerra de posiciones en el Estado».

Cómo lograrlo y quién debería ser el que diera sentido a ese sacrificio de redención terminaron por separar (al menos de momento) a los dos líderes. «Ni uno ni otro», recuerda Redondo, «renunciaba a emplear la ‘presión popular’. Para Errejón es una manera de ‘construir hegemonía’ y mantener la tensión en la disputa; para Iglesias, de desgastar las instituciones».

En 2017, Vistalegre II supuso la rotunda victoria de Iglesias. Y la consiguiente depuración de los derrotados. El movimiento se transformó de esta forma en partido cesarista. Nada nuevo si sus líderes no se hubieran presentado en 2014 como representantes de una nueva moralidad política. Como sacerdotes de sectas minoritarias enfrentados por diferencias rituales para acceder a la verdad, trabajan ambos para consolidar a Pedro Sánchez al frente de la izquierda. Irremediablemente, ya, populista.