Gabriel Albiac-ABC
Para un populismo no hay más proceder aceptable en justicia que el de los «tribunales populares»
Puede que sea el pasaje más citado de toda la tradición garantista. Montesquieu, Espíritu de las leyes, libro XI, capítulo 4: «Para que no sea posible abusar del poder, es necesario que, por la disposición de las cosas, el poder contrarreste al poder». Sobre ese axioma se asienta la contraposición de tres blindados poderes: legislativo, ejecutivo y judicial. La función de cada uno es oponerse a los excesos de los otros dos. Y, de ese perpetuo conflicto, nacen las únicas grietas de libertad por las cuales puede transitar el ciudadano.
El pasaje tiene la elegancia escueta de los enunciados matemáticos. De ahí, en buena parte, su éxito. Y, sin embargo, Montesquieu es menos optimista de lo que ese sólo enunciado llevaría pensar. Conviene seguir leyendo. Poco más adelante. Capítulo 6 del mismo libro XI: «De los tres poderes de los cuales hemos hablado, el de juzgar es, de algún modo, nulo».
¿Qué significa ese escéptico repliegue? Algo desoladamente sencillo: los jueces no disponen, ellos mismos, de fuerzas materiales para ejecutar sus sentencias. La ejecución la garantiza nada más que la fuerza constrictiva que sólo el ejecutivo detenta. ¿Qué sucederá entonces si una sentencia judicial entra en incompatibilidad frontal con el ejecutivo? Que la sentencia no se ejecutará. Sencillamente. Y que el ejecutivo procederá a asestar los golpes necesarios para desmontar un poder judicial que pretende poner en solfa su primacía.
¿Qué sucede cuando un poder que a sí mismo se proclama ejecutivo -aunque legalmente no lo sea-, el de Torra, decide no acatar una sentencia del Tribunal Supremo? El despliegue de una alternativa sin tercera vía: o bien el Tribunal Supremo dispone de un poder ejecutivo superior al de Torra -el del gobierno de España, por ejemplo-, que garantice la fuerza necesaria para aplicar la sentencia y reduzca al rebelde si es preciso, o bien que el ejecutivo de Torra inste al gobierno español a desmontar el Tribunal Supremo. Cuál de las dos hipótesis venza está en el aire.
Pero ésa es la gran pugna de los tiempos que vienen. El ejecutivo de Sánchez incluye, entre sus miembros, a ministros que no pueden admitir la división de poderes y, en particular, la autonomía del judicial. Por razones innegociables: para un populismo no hay más que un poder, el del «pueblo», no sujeto a leyes superiores ni, menos aún, a jueces que decidan sobre sus aplicaciones. En el límite, para un populismo no hay más proceder aceptable en justicia que el de los «tribunales populares». Lo demás es abuso y expropiación del pueblo por las «élites».
La primera batalla se dará cuando llegue la hora de proceder a la renovación del Consejo Superior del Poder Judicial. Que no es un órgano jurisdiccional. Pero que decide acerca de la composición de los altos tribunales. Y cuyo control poseen los partidos políticos. Ese día veremos, en la práctica, funcionar la escéptica autocorrección de Montesquieu: sí, ciertamente, «el poder de juzgar es, de algún modo, nulo».