José María Ruiz Soroa-El Correo
- Ahora se reivindica lo contrario al olvido, se exige la memoria crítica e íntegra de todas las víctimas, no permitir que ninguna desaparezca
Esto es precisamente lo que reclamaba el lehendakari Pradales en un acto de Gogora el pasado 9 de julio. Una memoria completa de nuestro pasado doliente que no dejara fuera a ninguna de las personas víctimas de la violencia injusta porque, decía, «este país ha sufrido muchísimo».
Mal argumento este. Un tópico nacionalista que se admite como moneda corriente, a pesar de que, tanto conceptual como históricamente, es insostenible. Primero porque los países o pueblos no son sujetos morales capaces de sufrir sino entelequias discursivas. Segundo, porque aun si aceptásemos esa especie de macabra contabilidad colectiva de víctimas que nos propone la frase, el País Vasco no sería en absoluto el vencedor en sufrimiento, nos gana cualquier otro trozo de España si nos atenemos a los hechos. Siempre. Incluso el terrorismo reciente mató a más españoles comunes que a vascos, si a muertos recientes nos referimos. Y, desde luego, quienes lo vivimos no recordamos una sociedad vasca doliente sino más bien una que nunca perdió un ‘gaupasa’ por un muerto más o menos. Fue el «terrorismo del bienestar», no lo olvidemos ahora.
En realidad, sucede que, como decía Todorov, nadie quiere sufrir y ser víctima hoy, pero todos quisiéramos haberlo sido ayer. Da mucho lustre, el «superior valor moral de los oprimidos» que decía Russell. Y los países recientes no son excepción a esta querencia: a todos les gusta poder exhibir un pasado de victimación, abusos e injusticia. Un pasado agónico. El caso más paradigmático es el de Israel, que ha elaborado una historia del pueblo judío como sujeto perseguido por matanzas étnico-religiosas que lo legitiman para siempre en lo que haga. Pero también la descripción nacionalista vasca (radical o no) del pasado autóctono es la de un pueblo siempre igual a sí mismo que desde un remoto pasado acumula violencias en su contra, de manera que «la tragedia viene siendo desde hace varios siglos fiel e incondicional compañera de los vascos» (G. Jáuregui). ¡Toma esa!
Este marco colectivista de comprensión de la violencia pasada, que subraya su carácter nacional ante todo y sobre todo, es probablemente lo que explica que la memoria colectiva y oficial no sea «completa», por mucho que Pradales lo reclame. Porque no caben en ella sin serios chirridos o crujidos los casos de tantas víctimas que lo fueron sin participar para nada de ese cuerpo místico del pueblo vasco. Más bien al revés.
Por ejemplo y para entendernos: en Bilbao existió desde 1940 una humilde calle que se denominaba Cuatro de enero, en memoria de las matanzas de tal día en el año 1937, cuando el populacho enardecido y los milicianos socialistas asesinaron a 225 personas recluidas para su protección en cuatro cárceles de la villa. Personas inocentes de todo salvo de existir en aquel momento y ser burgueses, derechistas, curas, carlistas o asimilados en general. Juntadas a las anteriores matanzas de los buques-prisión en la ría, más de 300 personas fueron linchadas salvajemente en pocos meses.
Poca gente recordaba el episodio, a pesar de que fue la mayor matanza en la historia de la villa, incluso en época de Franco. Nunca hubo memoria viva de tan desagradable pasado. Estaba solo la corta calle. Y una cripta cerrada en Derio. Llegó la Transición y el 4 de junio de 1980 el representante en el pleno de nacionalistas y socialistas (el concejal Iñaki Calzada) pidió «suprimir el nombre de esa calle para hacer desaparecer los restos de aquella triste y desgraciada guerra y no recordar más los horrores de ambos bandos». Así lo aceptó el pleno con un solo voto en contra de un «liberal». Entonces dominaba la consigna de echar al olvido, y así se fue por el desagüe el recuerdo borroso de que algo había pasado un 4 de enero. A la calle la llamaron Sorkunde, siempre tan vascos y tan religiosos ellos.
Cuarenta años después las consignas han cambiado. ¡Y cómo! Ahora se reivindica justo lo contrario al olvido, se exige la memoria íntegra y crítica de todas las víctimas, no permitir que ninguna desaparezca, acopiarlas todas en esa construcción del pueblo siempre doliente. El argumento que utilizó el concejal nacionalista sería considerado un anatema. «No recordar más y mal» fue el espíritu de la reconciliación y la Transición, pero no es el actual, que exige una memoria activa, vigilante y completa.
Bueno, pues vale, señores lehendakari y alcalde, recordemos a todos los gudaris y milicianos caídos en la guerra, a todos los civiles fusilados por la represión franquista, a todos los muertos en los campos y cárceles. A todos. Pero también, digo yo, a los muertos sin culpa ni delito a manos de aquel pueblo y de aquellos milicianos en aquella tarde de enero. Y los de los barcos. Porque de otra forma la memoria no es completa sino sesgada, selectiva y oportunista.
¿Qué tal poner de nuevo a una calle el rótulo de Cuatro de enero? No es una fecha feliz, pero es una fecha importante porque ese día tuvo lugar algo que todavía nos avergüenza como personas. Los bilbaínos en modo jauría. Es para recordarlo. ¿O lo de «completa» era una broma?