LA RENOVACIÓN de la vida pública pasa por la necesidad de que los nuevos actores examinen las viejas rutinas. Así el partido Podemos y la retransmisión de la misa dominical por la cadena pública. Es razonable que hayan pedido su supresión. Aún recuerdo con melancólica nitidez cuando a las 12 en punto, y en Radio Nacional de España, el gran Luis del Olmo interrumpía sus programa y proclamaba solemne: «Es la hora del Ángelus». El espacio público no es la suma de las opiniones privadas sino de aquello que tienen en común las opiniones privadas. Ni la religión ni cualquier otra forma de adoctrinamiento deben tener cabida. Mucho más, técnicamente considerado, cuando la Iglesia católica tiene infinidad de recursos y posibilidades para airear la llamada palabra de Dios.
La propuesta del partido Podemos tiene, además, una loable capacidad preventiva. La inmigración, genéricamente considerada, solo ha traído beneficios salvo en un asunto concreto, que es precisamente el religioso. La mayoría de inmigrantes llevan consigo extravagantes creencias, no necesariamente católicas y mucho peor que las católicas, sobre la proclamación del mundo, que incluso en el Occidente aún tenuemente religioso pertenecen al dominio de las fábulas entrañables. Si hay misa católica en la televisión pública no se ve por qué deberían vetarse allí las ceremonias de cualquier otra religión. Y espero que en este punto a nadie se le ocurra aludir la audiencia y caer en la blasfemia de pasar a dios por el share.
En términos estrictamente estéticos la religión es la más exitosa de las ficciones basadas en hechos reales, siendo, en este caso, el hecho real la muerte. Hay millones de personas interesadas en sus prácticas concretas y por lo tanto es natural que estas personas reciban su satisfacción. Pero siempre y cuando el estatuto ficcional quede preservado. En términos éticos, no puede haber dudas de que la televisión pública debe informar sobre los actos y las ceremonias religiosas y sobre sus protagonistas y sus disputas. Así lo hace con la política. Pero todo eso es muy distinto de la retransmisión semanal de un mitin. Conozco algún socialdemócrata que en su ontológica doblez estaría dispuesto a transigir con la misa, siempre que pudiera escribir las homilías del capellán, al modo como el Gobierno escribe el discurso del Rey. No es mi caso. Yo quiero una Iglesia libre, pero en su sitio. Por las mismas razones que las diabólicas tetas de Rita Maestre no deben violentar la eucaristía, tampoco no debe la eucaristía desbordar el espacio reservado a la doctrina, que en la tele pública se organiza en temporada de voto y etiquetado con la palabra propaganda.