José Luis Zubizarreta-El Correo
La incomparecencia del presidente en funciones del Gobierno y secretario general del Partido Socialista en el debate en que el candidato nombrado por el Rey defendía su acceso a la investidura invita a una serie de interpretaciones cada una de las cuales supera a la anterior en desfachatez política y desprestigio institucional. No sería la más acertada ni la más grave la de la cobardía de quien la protagonizó, tal y como gritaba la bancada popular. Fue, antes que nada, un paso más en el proceso de desprecio y descrédito a que los socialistas están sometiendo al PP y a su candidato desde el momento en que éste aceptó el encargo del monarca. Lo menos ofensivo que de ello se había ya dicho es que todo era una mascarada y una pérdida de tiempo, con cargo a la ciudadanía, provocadas ambas por quien sabía de antemano que su éxito era imposible. Pero el descrédito personal y partidista se traducía, de rebote, en otro más grave dirigido al propio monarca, que se habría equivocado en su decisión o, peor aún, dejado llevar por intereses ocultos y ajenos a lo institucional. Y, por fin, todo ello contribuye a ahondar el desprestigio de un Congreso que viene ya sufriendo en los últimos años continuos desaires que lo han degradado a la irrelevancia y provocado el desentendimiento de la ciudadanía respecto de sus actividades.
En cuanto al motivo de la incomparecencia, descartada la cobardía, todo apunta a la decisión del presidente en funciones de no verse forzado a descubrir, en el curso del debate, el proceso negociador que está llevándose a cabo entre el independentismo catalán y el Partido Socialista. No era el momento en que se diera pie a que la amnistía y la autodeterminación se convirtieran en el centro del debate y favorecieran la estrategia del candidato a la investidura. Tiempo habrá, si el proceso prospera, de hablar de ello cuando todos los cabos aún sueltos estén bien atados y el presidente se presente a la suya propia. Mientras tanto, mejor que el más bocazas del grupo desvíe la atención con los más ofensivos improperios que sonarían impropios en boca del presidente. O de cualquiera.
Y lo peor de ello es, si es que algo peor cabe, su carácter premonitorio. El debate fue algo así como un ensayo general de lo que nos espera en la legislatura que se ha inaugurado. Si la que acaba de pasar nos ha parecido ya insoportable por su polarización y sectarismo, la que se avecina dejará cortas todas las inconveniencias que hemos tenido que sufrir. Lo de ayer podrá incluso tomarse a broma en previsión de lo que nos queda por ver. Menos llegar a las manos –si es que a ello no se llega–, lo que nuestros ojos van a ver en el Congreso a lo largo de esta, larga o corta, legislatura no tendrá que envidiar los espectáculos que la televisión de vez en cuando nos brinda de otros parlamentos exóticos que nos divierten o escandalizan. Llegaremos a puntuar entre los más esperpénticos del universo democrático. ¿No era ambición del Gobierno estar siempre entre los primeros?