TOMÁS DE LA QUADRA-SALCEDO JANINI-EL PAÍS

  • El caso de Canadá es una excepción entre los Estados democráticos, pues allí se ha admitido la legalidad de que los territorios planteen consultas sobre cualquier materia

En las próximas semanas sale a la venta el libro Condiciones de la secesión en democracia. Reflexiones a partir de la experiencia canadiense, editado por Tirant Lo Blanch, y en el que se recogen nuevas consideraciones del que fuera ministro canadiense de Asuntos Intergubernamentales entre 1996 y 2003, Stéphane Dion.

Dion contribuyó a los esfuerzos del Gobierno de Canadá para promover la unidad canadiense aclarando las reglas de una eventual secesión en la Ley de Claridad.

Sus aportaciones suscitan gran interés en nuestro país, pero es frecuente que se le malinterprete, y es igualmente común que se manipule tanto la doctrina jurídica canadiense sobre la secesión como su aplicabilidad fuera de Canadá. El comparatismo exige, para que sea posible, que se pongan en relación realidades comparables.

Dos cuestiones fundamentales plantea el caso canadiense: la primera es la posibilidad de celebrar un referéndum sobre la secesión y la segunda, el propio procedimiento de secesión una vez que se ha determinado la voluntad de un territorio de separarse.

La posibilidad del referéndum es, como se señala en el libro, una excepción de Canadá, pues allí se ha admitido la legalidad de que los territorios planteen referéndums sobre cualquier materia. Es a través de este como se manifiesta la voluntad de un territorio de separarse, una voluntad que se exige que sea clara a través de las dos conocidas condiciones de claridad del referéndum —en torno a la pregunta y en torno a la mayoría— que estableció el dictamen del Tribunal Supremo de Canadá de 1998.

Eso no ocurre en el resto de Estados constitucionales y democráticos de nuestro entorno. En el Reino Unido ese tipo de referéndums únicamente son posibles con la autorización del órgano en el que reside la soberanía, el Parlamento de Westminster. En España, el obstáculo no es, como se ha sostenido, que la autorización de los referéndums sea una competencia exclusiva del Estado (artículo 149.1.32º de la Constitución Española), sino que un referéndum consultivo de secesión no es constitucionalmente posible, ni siquiera mediante pacto o autorización. Nuestro Tribunal Constitucional, en línea con los de Alemania o Italia, ha considerado en las sentencias 51/2017 y 90/2017 que la intervención directa de la ciudadanía sobre una cuestión que afecta a la titularidad de la soberanía debe llevarse a cabo de acuerdo con lo previsto en nuestro procedimiento de reforma constitucional al final del proceso, mediante un referéndum de ratificación del artículo 168 de la Constitución, y nunca al principio, mediante un referéndum consultivo del artículo 92.

La razón de fondo es garantizar que el eventual acuerdo entre las fuerzas políticas democráticas no se encuentre mediatizado por un pronunciamiento previo de los ciudadanos en torno a una cuestión como es el encaje de un territorio en el Estado, que no es fácilmente reconducible a una respuesta binaria.

En cuanto a la segunda cuestión, la relativa al procedimiento de secesión una vez manifestada la voluntad de separarse, el Tribunal Supremo de Canadá en 1998 estableció que allí se articularía a través de una obligación de negociar entre aquellas partes que deben aprobar la eventual reforma constitucional (todas las provincias canadienses). Pero, frente a lo que en ocasiones se ha señalado, tal obligación de negociar no equivale a una obligación de resultado. Para el Tribunal Supremo de Canadá “los negociadores deberían considerar la posibilidad de una secesión, sin que de todas formas haya un derecho absoluto a la secesión ni certeza de que será realmente posible llegar a un acuerdo que concilie todos los derechos y todas las obligaciones que están en juego”, como recoge el dictamen en su párrafo 97.

En el caso español, vedada la posibilidad de un referéndum a la canadiense —es decir previo a la propia reforma constitucional—, el Tribunal Constitucional sí ha abordado cómo debería articularse legalmente una iniciativa de secesión, pues ha negado que nuestro ordenamiento constitucional incluya una cláusula de intangibilidad —como es el caso de las constituciones francesa o portuguesa— que prohíba el uso del procedimiento de revisión constitucional para afectar a la integridad del territorio nacional.

Así, el Alto Tribunal consideró, en su sentencia 42/2014, que es posible promover la secesión mediante la activación del procedimiento de reforma constitucional para la que un Parlamento autonómico tiene reconocida iniciativa (artículos 87.2 y 166 de la Constitución). La apertura de un proceso de tales características “no está predeterminada en cuanto al resultado”, pero el Constitucional señaló que caso de producirse una propuesta en tal sentido, “el Parlamento español deberá entrar a considerarla”. De este pronunciamiento cabe derivar que nuestros representantes en el Congreso no podrían desatender la voluntad de reforma de una comunidad autónoma por ejemplo inadmitiendo a limine su iniciativa o bloqueando su toma en consideración parlamentaria, cerrando con ello el proceso de debate y discusión.

Así pues, la tentativa legítima, por parte de las instituciones representativas autonómicas, de modificar —a través de los cauces constitucionales— el estatus jurídico de esa comunidad autónoma tiene como corolario la obligación de las Cortes Generales de debatir y, en su caso, decidir las eventuales modificaciones que estime pertinentes.

Las reglas del juego están claras, también en nuestro ordenamiento, y difícilmente se puede sostener que no sean conformes con el principio democrático, pues permite que sean las instituciones autonómicas las que manifiesten la voluntad de secesión mediante la iniciativa de reforma y exige que se garantice en el seno del Parlamento nacional un debate sobre la cuestión. Y en caso de alcanzarse un acuerdo en el seno de las Cortes Generales, ni exigido constitucionalmente ni predeterminado en cuanto a su contenido, habrá de producirse un pronunciamiento del soberano, el pueblo español, al final del proceso.

Ciertamente, frente a las referidas reglas de juego, se suele oponer el hecho de que la falta de mayoría suficiente de las “minorías nacionales” dentro del soberano (el pueblo español), abocaría al fracaso la aprobación de un proceso de reforma constitucional que parta de tales minorías. Frente a tal argumento cabe considerar que precisamente por ello se exige a los Estados con tales minorías en su seno que respeten la denominada autodeterminación interna de las mismas; es decir, que garanticen que esas minorías nacionales o culturales puedan promover su propio desarrollo político, económico, social y cultural en el marco del Estado existente. Algo que, sin duda, se respeta en el caso de nuestra Constitución que además de reconocer el derecho a la autonomía de las nacionalidades y regiones (self-rule), habilita a sus representantes en las Cortes a participar en el gobierno común (shared rule), y que por cierto fue ratificada en Cataluña por una amplia mayoría de ciudadanos, superior incluso a la que la apoyó en el resto de los territorios.

Un último punto merece ser destacado de la contribución de Dion y es la idea de que un proceso de secesión afecta a lo que denomina el principio de ciudadanía. Reconocer el derecho de secesión en un Estado democrático con derecho a la autonomía —fuera, por tanto, del contexto de los territorios sometidos a la dominación extranjera— lesionaría los derechos de quienes no comparten la secesión al convertirles en extranjeros en su propio país y privarles de una parte de su territorio. No cabría así colocar un supuesto e inexistente derecho colectivo por encima de los derechos individuales de los ciudadanos.