EL MUNDO 10/01/13
Los etarras Iratxe Yáñez y Garikoitz García se reían ayer a mandíbula batiente en el banquillo de los acusados de la Audiencia Nacional, pero ellos saben, por mucho que disfrutaran de ese momento memorable, que ambos son el rostro de uno de los tragos más amargos de ETA, aquel en el que la banda tuvo que admitir, aun todavía sin ser totalmente consciente de ello, que había sido derrotada operativamente por las Fuerzas de Seguridad.
El hallazgo del arsenal de Óbidos en Portugal por la Guardia Civil fue, para la dirección de ETA, algo parecido a lo que constituyó la sentencia de ilegalización de Batasuna firmada por el Tribunal de Estrasburgo para los miembros del brazo político de la organización terrorista. La decisión de Estrasburgo hizo ver a Otegi y a los suyos que era cierto lo que se temían sobre los efectos de seis años de aplicación de la Ley de Partidos: que ya no tenían escapatoria si no se desvinculaban o si no embridaban a la organización; ya no tenían legitimidad internacional a la que apelar. Estaban muertos. Lo ocurrido en Óbidos dejó a la banda a expensas de esa desesperación de sus políticos.
Hasta ese momento, los dirigentes de Batasuna habían promovido un debate interno que habían logrado ganar por primera vez, gracias a la debilidad estructural de la organización provocada por la acción policial. Y ETA pareció reconocer su distanciamiento táctico de la estrategia armada con una frase: «La izquierda abertzale se ha pronunciado y ETA hace suyas sus palabras», pero, en realidad, lo que estaba haciendo la banda era preparar una campaña de atentados desde Portugal que tendría como colofón el derribo de las Torres KIO en Madrid. Iba a ser su forma de demostrar, como siempre, quién tenía la autoridad real, hasta que dos guardias civiles de Bermillo de Sayago se mosquearon al encontrarse de noche una furgoneta francesa que creían cargada hasta los topes de jamones robados y acabaron provocando la operación que acabó con el último intento de rearmarse de una banda terrorista que ya estaba exhausta.
Los policías bromeaban por aquella época asegurando que le estaban haciendo el trabajo sucio a Otegi. Y en cierto modo fue verdad: en dos años fueron detenidos, ‘Thierry’, ‘Txeroki’, Iriondo, Martitegi y Gogeaskoetxea, los números uno de la banda, y poco después lo sería ‘Ata’, el último de los reconocibles y de los más duros. En dos meses cayeron 32 terroristas de los más irreductibles. Eso obligó a ETA a hacer públicos algunos comunicados, muy estudiados, a regañadientes, que iban permitiendo crear las expectativas de pacificación de las que podía aprovecharse la izquierda abertzale hasta que, en las semanas previas a las elecciones municipales y forales, en enero de 2011, hoy hace dos años, la banda hizo público un «alto el fuego permanente de carácter general verificable por la comunidad internacional». ETA insistió en poner varias condiciones: la puesta en marcha de un proceso de negociación en el que esté Batasuna ilegalizada, cuyos acuerdos fueran tomados por los partidos vascos que incluyese el derecho de autodeterminación. En parte, le fue concedido.
Después de ese anuncio, Batasuna presentó Sortu. El partido no condenaba los atentados de ETA ni pedía la disolución de la banda, se limitaba a desautorizar los atentados futuros y, a pesar de las promesas, no pasó el nivel. Pero ésa sería la sigla del futuro. El PSE y el Gobierno socialista habían mantenido contactos con la izquierda abertzale, y Bildu fue legalizado, como lo sería después Amaiur (con la cobertura legal de EA y Aralar) y luego Sortu.
El alto el fuego de hace dos años colocó a Bildu en la Diputación de Guipúzcoa y en los ayuntamientos con 313.000 votos en una decisión sin marcha atrás, aunque la izquierda abertzale no había cumplido con los requisitos mínimos. Meses más tarde, muchas presiones y bastantes concesiones después, la banda respondió y se produjo el cese definitivo. Quedaba la elaboración del Relato, la deslegitimación de la violencia tan prometida tras la derrota operativa de la banda que dignificaría la memoria de las víctimas (casi 900 muertos) y los esfuerzos de toda una sociedad castigada en su impulso democrático.
Pero ésa es la asignatura pendiente y que, dado el planteamiento, parece imposible de aprobar. Incluso antes de que se anunciara el cese definitivo, el fin de los atentados se daba por amortizado, se entraba en un nuevo tiempo y cualquier réplica era desestimada con desdén. Así, el diputado general de Guipúzcoa ha recibido oficialmente a procesados por pertenecer a Segi y se ha manifestado a favor del asesino Bolinaga, secuestrador de Ortega Lara. Bolinaga, a su vez, se encuentra en libertad y fue recibido en su pueblo con flores y bailes de homenaje sin que los jueces decidiesen que eso podía ser considerado enaltecimiento del terrorismo. Hay una comisión de la Memoria en el Parlamento vasco que incluye entre los afrentados y junto a las víctimas de ETA a víctimas de los excesos policiales.
La candidata de la izquierda abertzaleLaura Mintegi, que se ha negado reiteradamente y expresamente a condenar a la banda, es recibida con toda cordialidad sin más exigencias que las formales. Los socialistas respaldan las cuentas de los abertzales en Guipúzcoa y los populares no se ausentan de los homenajes a las víctimas de toda violencia en los que Batasuna está presente. Nadie en la judicatura considera que haya motivos para la suspensión de un partido de fútbol de homenaje a presos. Txillardegi, fundador de ETA, ha recibido la medalla de San Sebastián. Bildu ha enviado como senador a un defensor de abogados de ETA. Miembros de la Iglesia guipuzcoana han insultado a las víctimas alegando que son vengativas porque no quieren que salgan los presos a la calle y la Conferencia Episcopal no ha movido un músculo. Los escoltas han sido abandonados a su suerte por la crisis económica. Asociaciones como Covite o la Fundación para la Libertad o la Fundación Gregorio Ordóñez, que tanto hicieron, agonizan o desaparecen por falta de ayudas del Estado… Sin que nada pase.
Iratxe y Garikoitz no tienen motivos para reírse, entre otras, porque pueden ser condenados a entre 20 y 40 años de prisión, pero, visto lo visto, igual le encuentran la gracia.
EL MUNDO 10/01/13