Pedro García Cuartango-ABC
- Todo lo que pasó está vinculado a que Sánchez era el jefe del Gobierno, responsable de la putrefacción de la que ahora se distancia
La ventaja de leer a los clásicos es que siempre se pueden encontrar experiencias y reflexiones para entender el presente. El barón de Montesquieu escribió en 1734 un libro que sigue siendo un verdadero filón para comprender el ascenso y caída de los regímenes políticos y sus líderes.
Montesquieu había estudiado la historia de Roma y estaba fascinado por el hundimiento de un imperio que dominó el Mediterráneo. En sus ‘Consideraciones sobre las causas de la grandeza y decadencia de los romanos’ sostenía que uno de los motivos de su declive era la concentración del mando en una sola persona. Tras las dictaduras de Sila y Julio César, la república evolucionó hacia una acumulación de poder en la figura del emperador, que encarnaba la autoridad religiosa, legislativa y política.
La república estaba basada en un juego de equilibrios entre la aristocracia, el pueblo y los cargos electos. Octavio Augusto redujo el Senado a un ente nominal, eliminó a sus rivales políticos e instauró un gobierno basado en su voluntad. Incluso llegó a divinizar su liderazgo.
Si analizamos la historia reciente de Europa, todos los políticos que han acumulado prerrogativas y han disfrutado de largos mandatos han acabado mal. Se fueron del poder por las malas o con una estela de corrupción. Mitterrand, Kohl, Blair, Andreotti y otros dejaron un legado repudiado por sus sucesores cuando no acabaron siendo investigados por tráfico de influencias, financiación ilegal o nepotismo.
Que el poder corrompe es una evidencia que no necesita demostración. Da la impresión de que la corrupción crece y se expande como un germen a la sombra de los caudillos y los líderes autoritarios. Cuando se desmontan los controles, se debilitan los contrapesos y se exalta al «número uno», los negocios oscuros florecen como hongos en tierra húmeda. No sabemos si Sánchez estaba al corriente de las andanzas de Ábalos y tampoco si hay pruebas de una financiación ilegal del PSOE, pero sí hay constancia de que, bajo el cobijo del líder, se desarrolló una trama de corrupción cuyo alcance empezamos a conocer. Todo lo que pasó está vinculado a que Sánchez era el jefe del Gobierno, cooperador necesario y responsable de la putrefacción de la que ahora se distancia.
¿Se durmió al volante? Puede que sí, pero fue la laxitud de los controles, el amiguismo, el clima de impunidad y la glorificación del líder los factores que generaron ese parasitismo que se expandió a medida que se consolidaba su poder. Un gobernante no puede reivindicar los logros de su gestión y, al mismo tiempo, negarse a asumir las consecuencias de las conductas de las personas que él ha nombrado. Da igual que lo sucedido fuera por acción u omisión. No estamos en el fin del principio sino en el principio del fin. No valía la pena acabar así.