ABC-IGNACIO CAMACHO
La idea de nación de ciudadanos libres e iguales necesita un rescate frente al mito nihilista del país fallido
SE ha convertido en un lugar común la afirmación de que a España le falta un relato positivo como nación democrática. No se puede negar que sea un tópico cierto en la medida en que la realidad constata una carencia palmaria de un sentimiento común de orgullo, de honor o de estima en torno al concepto de patria. Los mitos políticos dominantes responden a falsas teologías identitarias que han dado lugar a turbulentas pasiones excluyentes y a caprichosas quimeras exaltadas. A la convivencia, a la solidaridad, al pacto refundacional de soberanía igualitaria que expresa el título preliminar de la Carta Magna, le ha faltado en verdad el respaldo intelectual y pedagógico que dé valor a sus virtudes y su eficacia. La mejor y más aquilatada etapa de concordia en la historia contemporánea ha perdido, víctima de un complejo colectivo de inferioridad, la batalla de la propaganda.
Ésta es la hora en que la idea de nación de ciudadanos libres e iguales necesita un rescate emocional e ideológico que la rearme frente al pesimismo. Un blindaje de orgullo que la proteja de la sombría leyenda de país fallido, irredimible por el supuesto carácter perdedor de su destino. Una dosis de rebeldía contra el autoderrotismo para contestar a la teoría del fracaso con el reporte objetivo de un avance inédito en los últimos siglos. La sociedad española tiene pendiente la reinvención de un patriotismo moderno, ufano, inteligente y activo que no presuma de valores folclóricos ni de méritos castizos sino que simplemente se encuentre satisfecho de la solidez de sus principios. Los que sirvieron para cerrar la zanja del cainismo y le dieron sentido a una sociedad abierta que, con todos sus conflictos, es capaz de integrar bajo la razón de la ley a todo el que no desee sentirse excluido.
Esa reivindicación de España como historia de éxito es imprescindible para contrarrestar la narrativa lúgubre que han escrito sus adversarios internos. Sin dejar de calibrar, por supuesto, el peso de nuestros seculares defectos, tantas veces rémora –incluso sangrienta– de la evolución y del progreso. Pero es menester combatir el mensaje nihilista que enfatiza la frustración como método para proponer la huida o sugerir en nombre del pueblo una distopía de perfiles siniestros. Porque sabemos a dónde conduce todo eso: a la regresión, al enfrentamiento, al pasado tétrico, a la mitología del odio, al retorno de nuestros demonios sempiternos.
La patria no es sólo la palabra, ni el territorio, ni la herencia del pasado, ni la retórica rancia, ni siquiera una expresión de sentimentalidad primaria. La patria somos los ciudadanos constituidos, a través de la Constitución y de su sistema de libertades, en comunidad soberana. Y será lo que todos juntos queramos, no lo que pretenda ninguna minoría iluminada. Por eso tenemos que recuperar la confianza y perder el miedo de decir España.