Mikel Buesa-La razón

En los últimos quince años asistimos a un fenómeno de vaciamiento del Estado paralelo a otro de pseudo-estatalización del País Vasco y Cataluña, las dos regiones en las que el nacionalismo ha impregnado no sólo su gobernación sino también la estatal en virtud de la fragmentación y polarización política que ha experimentado España.

El curso que ha seguido el proceso autonómico en España muestra la progresión de la descentralización hasta la primera década del siglo, con una repartición de competencias relativamente homogénea entre las Comunidades Autónomas. Sin embargo, en los últimos quince años asistimos a un fenómeno de vaciamiento del Estado paralelo a otro de pseudo-estatalización del País Vasco y Cataluña, las dos regiones en las que el nacionalismo ha impregnado no sólo su gobernación sino también la estatal en virtud de la fragmentación y polarización política que ha experimentado España. El caso vasco ha sido aparentemente más pacífico, pues la reivindicación independentista, más allá de los elementos radicales del nacionalismo, herederos del terrorismo, se ha ido conteniendo en su segmento gobernante como si su freno mantuviera una relación de intercambio con el ensanchamiento competencial. Pero en el caso de Cataluña la dinámica ha sido bien distinta, pues al fracaso de su declaración de independencia en 2017 ha seguido una exigencia estatista que ha encontrado hueco en la actual legislatura, paradójicamente cuando los partidos nacionalistas han sido apartados de su gobierno. Y así, aunque trabajosamente, se han producido avances en la consecución de las exigencias tanto de ERC como de Junts, rozándose en todos los casos la Constitución. Los últimos hitos están ahí: los ferrocarriles, por una parte, y la inmigración, por otra. Esta última ha sublimado el interés material y simbólico del nacionalismo, como ha declarado Puigdemont al señalar que Cataluña va a «gestionar competencias de Estado», y destacar que, con ello, se «asegura el futuro de la identidad nacional».