-El Español
- «La generosidad es un complemento clarísimo de la justicia» (Margarita Robles)
El primero parte de la consideración de que todos los individuos y todos los poderes públicos están sometidos a la misma ley, que es quien gobierna sin privilegios para nadie. Sin leyes privadas.
El segundo asume, en la estela de Locke y Montesquieu, que, para tratar de remediar los abusos a los que los hombres son propensos, el poder se debe fragmentar orgánica, personal y funcionalmente. Así hay un poder que legisla, uno que ejecuta y otro que juzga.
La doctrina de la separación de poderes no implica, como erróneamente se repite, que los poderes sean independientes. Más bien son interdependientes. En particular los de naturaleza política explícita, como el legislativo y el ejecutivo. El poder judicial, considerado menos político, goza de mayor autonomía respecto a los otros dos.
En este esquema se asume que la ley es para todos la misma y que los jueces dictaminan su cumplimiento y castigan, de acuerdo con lo que establece la propia ley, a quienes la transgreden.
Dada la menor interdependencia existente, aquello que establecen los jueces no está sometido a la interferencia de los otros dos poderes. Básicamente, para garantizar el imperio de la ley. Así que, desde la moral que subyace de los principios del Estado de derecho, ningún indulto debe tener cabida.
Pero el caso es que el indulto sí tiene cabida en la mayor parte de los sistemas políticos democráticos. Y España no es una excepción.
Lo pertinente es verificar si un indulto concreto cumple las condiciones exigidas
Esta contradicción que supone que el poder ejecutivo pueda adulterar la decisión de un juez en un Estado de derecho (es decir, perdonar total o parcialmente la pena) es algo que sólo se explica como una vieja reminscencia de lo que en otros tiempos fue el poder omnímodo de los monarcas. Por eso se aplica de manera muy excepcional y no de forma arbitraria, de acuerdo con el ordenamento vigente.
En este sentido, o se plantea el debate desde una perspectiva genérica y se asume su incoherente encaje con el Estado de derecho, lo que lleva a abogar por su abolición, o se aborda desde la perspectiva del caso concreto y se pondera su adecuación a la legalidad.
Desprovisto, pues, del argumento moral por inconsistente cuando es aplicado a un caso concreto, lo pertinente es verificar si un indulto concreto cumple las condiciones exigidas.
Lo que según nuestro ordenamiento es, por un lado, que quien lo solicita está habilitado para hacerlo. Esto no presenta problemas. Cualquier persona puede hacerlo en nombre del penado sin necesidad de acreditar representación.
Por el otro, que se dan razones de justicia, equidad o utilidad pública. Algo que corresponde al Gobierno determinar. Todo lo demás es accesorio y supone entrar, nuevamente, en el resbaladizo terreno de la moral.
Y no, la ley no exige arrepentimiento. Es ese un término más religioso que jurídico.
En el caso de los indultos a los presos independentistas, se cumplen ambas condiciones. Respecto a la primera, puede objetarse que hay quien ha dicho que no los quiere. A lo que debe responderse que lo que han dicho, en realidad, es que ellos no los han pedido, como es el caso de Jordi Cuixart. O que han rectificado, como es el caso de Oriol Junqueras.
Respecto a la segunda, es indiscutible que el Gobierno está absolutamente legitimado para determinar la utilidad pública de las medidas que toma. De hecho, los gobiernos democráticos no hacen otra cosa con sus políticas públicas que determinar la utilidad pública. Y hacen políticas públicas y determinan la utilidad publica para mantenerse en el gobierno y ganar elecciones.
El tiempo dirá quién tiene razón, y entonces los ciudadanos rendiremos cuentas con unos y otros
Para determinar esta utilidad pública, el Gobierno esgrime una hipótesis optimista: que la concesión de los indultos ayuda a normalizar la situación política en Cataluña y contribuye a la resolución del conflicto.
Naturalmente la oposición, los grupos sociales organizados y los ciudadanos pueden y deben discrepar en una sociedad pluralista. Pero lo sano democráticamente es hacerlo en términos políticos, no en términos morales.
Los detractores, partiendo de una hipótesis pesimista, pueden servirse de todas las retóricas de la intransigencia magistralmente expuestas por Albert O. Hirschman.
La tesis de la perversidad, por la que toda acción deliberada para mejorar algún rasgo político sólo sirve para exacerbar la condición que se desea remediar. La tesis de la futilidad, según la cual las tentativas de transformación son inútiles. Y la tesis del riesgo, que implica que el coste de una decisión supone poner en riesgo un logro previo.
El tiempo dirá quién tiene razón, y entonces los ciudadanos podremos rendir cuentas con unos y otros. Mientras tanto, y a falta de poderes adivinatorios, prefiero situarme en el lado que no es, tal vez, el correcto. Pero es, al menos, el lado optimista de la historia.
*** Astrid Barrio es profesora de Ciencia Política en la Universidad de Valencia y presidenta de la Lliga Catalana.