Editorial, ABC, 13/9/12
No son España o el Estado o los españoles quienes tienen crisis de identidad, ni traumas con su lengua, ni desdoblamientos de personalidad cultural, ni complejos victimistas ni ficciones historicistas
LA manifestación independentista del pasado martes, convocada por la sedicente Asamblea Nacional Catalana, ha puesto al nacionalismo gobernante en Cataluña en una tesitura de complicada resolución. Por un lado, tiene la opción de contener un movimiento separatista incontrolado a fin de conservar cierta imagen de respetabilidad institucional, lo que supondría para CiU decepcionar a gran parte de su electorado. Por otro, la de asumir el liderazgo de este movimiento visceral del soberanismo, para evitar verse desbordados por su propia obra separatista, con el coste de instalarse en el radicalismo ante la sociedad española y la extravagancia ante los socios europeos, nada proclives a contemporizar con los separatismos. Todo ello, con independencia del desastre económico que la hipotética soberanía tendría para Cataluña y los catalanes: la primera perdería el 20 por ciento de su PIB y los segundos verían desplomarse su renta al nivel de Chipre, según los expertos consultados por ABC, que hoy recoge esas previsiones en páginas de España.
Esta encrucijada a la que se enfrenta CiU no es más que el resultado de una estrategia frentista propiciada por el que gustaba denominarse como nacionalismo moderado, que ayer recuperaba su habitual discurso viscoso y equívoco por boca de Artur Mas, quien reclamaba «instrumentos de Estado» para Cataluña, pero evitando pedir un Estado propio. Este es el juego a estar y no estar en España al mismo tiempo, de pedir rescate al Gobierno y también la independencia; de proclamar el fin de la etapa constitucional en Cataluña, pero clamando por un Estatuto que no es más —ni menos— que una ley legitimada por la soberanía del pueblo español. Este juego se tiene que acabar.
No son España o el Estado o los españoles quienes tienen crisis de identidad, ni traumas con su lengua, ni desdoblamientos de personalidad cultural, ni complejos victimistas ni ficciones historicistas. Resolver el problema territorial no consiste en rehuir el debate directo con el nacionalismo ni en arrinconar los instrumentos de Estado —estos sí son de Estado— que permiten garantizar la lealtad de las autonomías al interés nacional de España, por encima del cual no existe ningún otro. Instrumentos que van desde la suspensión constitucional de competencias —avalada por el artículo 155 de la Constitución—, pasando por la legislación básica y de armonización y el control presupuestario de las administraciones autonómicas, hasta la alta inspección del Estado en materia educativa. Son solo ejemplos de los recursos —similares, y aun menos intensos, a los de un Estado federal puro— que las instituciones centrales del Estado pueden emplear, con el mayor escrúpulo constitucional, para confrontar una política de sentido nacional con la dinámica separatista de los nacionalismos.
Editorial, ABC, 13/9/12