Nicolás Redondo Terreros, EL ECONOMISTA, 02/11/12
«El problema de los catalanes es que nunca supieron qué deseaban y al mismo tiempo lo deseaban intensamente» dice Sánchez Piñol en su novela Victus, en la que recoge magistralmente las peripecias de Zuviría, joven barcelonés de profesión ingeniero militar o maganón, durante la guerra de sucesión española. Parece que ese diagnóstico sigue vigente hoy en día, y las propuestas nacidas entre los Pirineos y el Mediterráneo son tan numerosas como difusas y contradictorias. Un día anuncian un referendo para conseguir la independencia y un Estado propio, conclusión lógica, y al siguiente nos informan de que el Estado propio no tiene que relacionarse exactamente con la independencia. De esta forma nos mantienen a todos, a los independentistas y a los que no lo son, a los catalanes y al resto de los españoles, en una confusión profunda y permanente.
Nos traslada Mas, con ánimo lucrativo, las frustraciones de una sociedad que quiere pero no puede, o que puede pero no quiere, condicionada por unas élites que al menor contratiempo han descargado su responsabilidad en Madrid. Frustraciones que no tienen por qué nacer de la viva imaginación de los catalanes -no pocas tienen razón de existir; por ejemplo, la desesperante lentitud con la que se desenvuelven los territorios menos favorecidos de España-, pero que exigen soluciones conjuntas y no los desplantes de torero que tanto gustan a los dirigentes catalanes y que tanto les une a los comportamientos de la vieja hidalguía castellana -aunque hayan prohibido los toros en su afán por diferenciarse, no nos damos cuenta de cuánto nos parecemos-.
Parece necesario por tanto que, manteniendo las líneas presupuestarias que aseguran la igualdad de los ciudadanos españoles, igualdad que no debemos confundir con la clonación de las diferentes comunidades autónomas, éstas se dirijan y favorezcan a las comunidades que más capacidad tengan de crear riqueza. Pero esa exigencia compartida por muchos españoles no debe mezclarse -¡he ahí la gran diferencia con los nacionalistas y con los criptonacionalistas!- con reivindicaciones mitológicas muy alejadas de la razón, instrumento desde luego no exclusivo pero sí fundamental para poder vivir armónicamente en libertad.
Por desgracia al pandemónium catalán se une una falta de energía, también de claridad, del resto de España, que oscila entre la inclinación inquisitorial a castigar ferozmente cualquier disidencia -entiéndase en este caso como diferencia- y los que abochornados por la magnitud del problema caen en un ensimismamiento casi nihilista. ¡Pues que se vayan de una vez! Es un conflicto de dos confusiones, de dos debilidades, de dos carencias; por ello, no es posible una solución a largo plazo y nos debemos conformar con el «conllevar» orteguiano. Ni la razón persevera en nuestros lares ni los sentimientos dejan de ser predominantes y expansivos en nuestra vida pública. Tanto es así que la izquierda, reducto de la razón, se ha convertido en un refugio cómodo para un nacionalismo que necesita paradójicamente modernizarse.
Esta realidad que desasosiega a muchos me hace reafirmarme en la creencia de que la Constitución del 78 sigue siendo la base de todas las soluciones razonables para nuestros problemas. Fue el primer intento exitoso de compartir ideas, discursos, militancias, con la clara voluntad de vivir pacíficamente, desechando inclinaciones históricas a la uniformidad, basada en el desistimiento y la mediocridad, de la que nos han salvado algunas personalidades prodigiosas. Y es la defensa del núcleo constitucional lo que pido a nuestros gobernantes, perfectamente recogido en la sentencia del Tribunal Constitucional sobre el estatuto catalán. Dicha resolución fue radicalmente contestada por los nacionalistas -a los que se unió el PSC, paralizado entre su pronunciamiento socialdemócrata y su complejo nacionalista-, no tanto por modificar la propuesta estatutaria del Congreso de los Diputados sino por suponer una clarificación de los limites constitucionales por primera vez desde la Transición.
El inamovible respeto a las reglas de juego, la clarificación de qué es y qué pretende la izquierda en Cataluña y en el resto de España, la necesidad del centro-derecha de modular con impulso estratégico su discurso en Cataluña convirtiéndose en un partido necesario, una modificación de la ley electoral que facilite gobiernos con margen suficiente para gobernar el día a día sin pactos, acuerdos de largo alcance entre los partidos nacionales para encarar los órdagos de los nacionalistas, nueva definición de los «hechos autonómicos», encontrar formas de financiación que sin disminuir las exigencias de igualdad impulsen el apoyo económico a las comunidades más dinámicas, entre las que se encuentra sin lugar a dudas Cataluña, son los elementos estratégicos necesarios a largo plazo para solucionar los problemas territoriales de España.
Nicolás Redondo Terreros, presidente de la Fundación para la Libertad.
Nicolás Redondo Terreros, EL ECONOMISTA, 02/11/12