JOSEBA ARREGI-EL MUNDO
El autor explica por qué la Corona es una institución plenamente democrática y subraya el hecho de que sus mayores adversarios sean quienes creen estar en posesión de la verdad definitiva.
Quienes cuestionan la institución subrayan el hecho de que el Rey no es una figura elegida por el pueblo y, por lo tanto, contradice el principio democrático de que quienes ostentan el poder deben ser elegidos por la ciudadanía. Parece que para los defensores de esta posición la elección en referéndum de la forma de Estado como Monarquía constitucional en 1978 no sirve, aunque ésta no esté escondida en la Constitución ni fuera introducida en ella de tapadillo, sino que es bien expresa, y los votantes la confirmaron con la mayoría que refrendó la Carta Magna.
Quienes temen que con la eliminación de la Monarquía se inicie el camino que conduzca a la desintegración completa de la España constitucional, argumentan que el Rey encarna la unidad de la España constitucional y que la renuncia a su figura implica la renuncia a todo lo alcanzado en la Transición, lo que llevaría a la demolición del Estado de derecho constitucional que es hoy España para intentar un nuevo acuerdo constitucional con todos los riesgos que implica esta operación.
Las reflexiones que vienen a continuación pretenden ubicarse fuera del horizonte del debate apuntado en los párrafos anteriores. Es preciso preguntarse cuál podría ser la ubicación de la Monarquía constitucional en el entramado de la democracia y del Estado de derecho. Lo primero que es preciso recalcar es que vincular la democracia al pueblo y su(s) elección(es) significa un reduccionismo peligroso. No conviene olvidar lo que dice Kant al respecto, diferenciando las formas del Estado de las formas de gobierno. En referencia a las primeras escribe: «De las tres formas de Estado, la democracia es, en el sentido propio de la palabra, necesariamente un despotismo, porque funda un poder ejecutivo donde todos deciden sobre y, en todo caso, también contra uno, (quien, por tanto no da su consentimiento), con lo que todos, sin ser todos, deciden; esto es una contradicción de la voluntad general consigo misma y con la libertad» (Sobre la paz perpetua).
La democracia se produce cuando la voluntad constituyente, el pueblo, se somete al imperio del Derecho y pasa a ser, gracias a ese sometimiento, voluntad constituida. Sólo como tal es democrática. Como voluntad constituyente, como soberana, es, en palabras de Bodino, reconducción de lo múltiple a lo uno, poder absoluto, ilimitado, indivisible, intransferible e incomunicable: antidemocrática. Llegar a ser democrática como voluntad constituida en Derecho por la sumisión a él lleva a la siguiente pregunta: ¿en qué se fundamenta el mismo Derecho y su imperio? En el mismo Derecho positivo, no en el divino ni en el histórico, ni en el Derecho natural. Es decir: que la democracia no se basa ni en el poder absoluto de la voluntad constituyente ni en la legitimidad última del Derecho.
Llegados a este punto, se entiende en toda su dimensión otra característica de la democracia: la aconfesionalidad del Estado. Dicha a-confesionalidad no es una cuestión de quitar o poner cruces, de celebrar o dejar de celebrar las Navidades colocando belenes en las escuelas públicas. Es algo más serio, es la afirmación de que en el espacio público de la política no existen, no pueden existir, ni verdades últimas, ni legitimidades últimas. Es decir, el espacio público de la democracia es el espacio de las verdades penúltimas, de las legitimidades penúltimas. Ésta es la matriz de la libertad de conciencia, que lo es si se predica de todos los que conforman la comunidad política, si es que es absoluta en un sentido, pues es lo único irrenunciable, más incluso que la vida, que se puede dar o se puede defender legítimamente usando violencia contra otros. Pero al mismo tiempo es limitada porque se predica de todos los ciudadanos a los que no se puede imponer una conciencia concreta.
Esta realidad de penultimidad o de provisionalidad es la fuente de la complejidad de la democracia, lo que la define como gestión del pluralismo: sin verdad definitiva, sin legitimidad absoluta. Ello constituye también y al mismo tiempo la fortaleza y la debilidad de la democracia: un sistema de Estado de derecho que garantiza la dignidad de las personas basada en su libertad de conciencia, pero un sistema que exige una (difícil) lealtad abstracta a las leyes, a las normas y procesos que constituyen el Estado de derecho. Habermas afirma que es difícil pasar de la lealtad concreta, personal al señor local o regional, al abad o al obispo, a la lealtad abstracta en la que se basa el Estado de derecho, el Estado constitucional.
En esa situación, los ciudadanos quedan sin poder personificar el objeto de su lealtad; las leyes y procesos que regulan la vida democrática no se encarnan en nada concreto. Abandonan al ciudadano además al albur de un ansia de plenitud, de algo absoluto, definitivo, al albur de un ansia de lo que prometen términos como pueblo, soberanía, nación soberana. Como escribía Orwell, de esa ansia nacen todos las promesas que utilizan términos que terminan en ismo: socialismo, comunismo, catolicismo, populismo, progresismo.
Es en ese punto en el que se cruzan la complejidad y la pluralidad que son consecuencia necesaria de la a-confesionalidad del Estado y sin los cuales no existe la libertad de conciencia como base y fundamento del Estado de derecho, y el ansia de plenitud, de algo absoluto y definitivo que acompaña siempre al hombre encuentra su sitio en la Monarquía constitucional. Esa institución plenamente democrática es la encargada de encarnar esa plenitud a la que ansían los ciudadanos, pero lo hace encarnándola sólo de forma simbólica, pues solamente puede cumplir con la democracia y con la forma constitucional renunciando a la capacidad de actuar: el rey reina, pero no gobierna. El Rey representa la unidad y la plenitud que dotan de atractivo a la soberanía, pero no puede actuar como soberano, no puede materializar en acto lo que simboliza –los presidentes republicanos o son ejecutivos y por ende parte (Estados Unidos, Francia) o al ser elegidos siguen siendo parte/fracción–.
NO DEJA, sin embargo, la Monarquía constitucional de tener un significado profundamente político, pues es la admonición permanente a todos los agentes políticos que actúan en el espacio penúltimo y provisional de la democracia de que ninguno de ellos se puede constituir en absoluto, de que ninguno de ellos es poseedor de la verdad última, de la legitimidad última, y que por eso deben respetar la verdad de los demás actores, la legitimidad del resto de actores políticos de la democracia siempre que muestren con hechos su disposición a actuar políticamente en el marco de la provisionalidad del espacio público en el que no hay ni verdades ni legitimidades definitivas.
En esta perspectiva, la Monarquía constitucional no es que sea antidemocrática, sino que pasa a ser un elemento fundamental de la democracia, el recuerdo permanente de que en el espacio público sólo hay verdades penúltimas, sólo caben las legitimidades penúltimas, y que, como institución, la Monarquía constitucional sólo puede representar la ansiada plenitud sin poder ponerla nunca en acto, pues de hacerlo reventaría el espacio de penultimidad del espacio público de la democracia.
No es de extrañar que los adversarios mayores de la Corona sean los que creen estar en posesión de la verdad definitiva, o de los que creen que existe un sujeto colectivo último y últimamente legítimo, el pueblo, o la clase, o la identidad etnocultural. No existe la verdad de la Historia, y en una sociedad pluralista y de libertad de conciencia tampoco existe la verdad moral, y por lo tanto nadie puede pretender estar en posesión de la verdad de la Historia ni de la moral de la Historia sin renegar de la libertad de conciencia. Y porque tienden a renegar de ella buscan el camino de la eliminación de la institución profundamente democrática que les recuerda que la condición necesaria de la democracia es la renuncia a pensar en términos de verdad definitiva y de legitimidad definitiva.
Joseba Arregi, ex consejero del Gobierno Vasco, es ensayista.