Jon Juaristi, ABC 06/01/13
PROVERBIOS MORALES
La creencia ingenua en la degeneración nacional es un subproducto de la crisis económica que contribuye a agravarla.
MI libro de estas navidades ha sido The Great Degeneration, de Niall Ferguson, que recoge parte de las conferencias del autor difundidas por la BBC el pasado año. Como su título insinúa, no es una invitación al optimismo. Trata de cómo las instituciones decaen y la economía muere, según avisa el subtítulo. Ferguson descubrió hace años la historia virtual como género. Qué habría sucedido si no hubiera llegado a suceder lo que realmente sucedió. Tuvo cierto éxito. Algún historiador español se embarcó en parecidas singladuras, pero no vendió un peine, porque en este país lo que realmente sucedió le importa a muy poca gente, y a la que le importa, que es la que compra libros de historia, le interesa sólo lo que sucedió y no lo que habría podido suceder.
En The Great Degeneration, Ferguson habla de la historia real y actual, de una crisis que no es sólo económica, y vuelve para ello a Adam Smith, pero no al Adam Smith de Lariqueza delasnaciones, sino al analista de las pasiones humanas, que coincidieron en la misma persona. Smith fue un implacable observador de la melancolía del declive. Vivió en una nación con una economía en auge, en plena expansión imperial, pero no dejó de considerar la situación de las que se habían estancado, la de los imperios en decadencia de su época, como el español. A partir de sus observaciones estableció la distinción entre estados progresivos y estacionarios. En los primeros, aunque la pobreza sea grande, la certeza de que la situación mejorará mantiene el pulso incluso de los más desfavorecidos.
En cambio, las naciones ricas que pasan por una prolongada fase estacionaria caen inevitablemente en la desesperanza y, como afirma el propio Adam Smith, sus gentes dejan pronto de confiar en que el trabajo les garantizará prosperidad. El deterioro de la situación general afecta a todos, ricos y pobres. Los primeros acusan a los segundos de vagos y parásitos, responsabilizándolos de la catástrofe colectiva. Los segundos acusan a los ricos de imponerles sacrificios que no quieren ellos compartir, para aumentar todavía más sus fortunas. En este cruce de reproches habrá, sin duda, algo de razón por ambas partes, pero como generalizaciones son injustas y no ayudan en lo más mínimo a superar el estancamiento.
De ahí a la propagación de una pérdida de la estima nacional no hay un largo trecho. Surge la creencia en una degeneración de la sociedad entera, de un envilecimiento biológico y moral de la población en su conjunto. Fenómenos de este tipo no han sido raros en la historia europea. Entre la guerra francoprusiana y la Gran Guerra, Francia, España e incluso Italia, a pesar de su Risorgimento, se flagelaron con el tópico de la inferioridad de la «raza latina». Tras el Tratado de Versalles les llegó el turno a los alemanes, si bien éstos tendieron a presentar su problema como una decadencia de todo Occidente (Spengler, por cierto, ha vuelto a ponerse de moda y a discutirse en los think tanks).
Sin embargo, no es cuestión de degeneración, sino de desánimo. En semejantes tesituras, las exhortaciones al esfuerzo individual suelen resultar inútiles. Pero quizá la historia virtual pueda ser de alguna ayuda. Por ejemplo, si la gente comenzara a preguntarse qué pasaría si, en vez de ver en sus conciudadanos una jauría de sinvergüenzas dedicados a forrarse a costa de los pobres o una inmensa manada de chupópteros y mangantes dedicados a esquilmar los presupuestos del Estado sin dar golpe, comenzáramos a darnos cuenta todos de que eso de la degeneración de la raza o de la decadencia de Occidente es una parida monumental.
Jon Juaristi, ABC 06/01/13