Olatz Barriuso-El Correo
- La política española se adentra en territorio desconocido: el procesamiento del fiscal general es un síntoma más de la gangrena que amenaza al sistema
Es mundialmente célebre la frase de Giulio Andreotti sobre cómo el poder desgasta al que no lo tiene. Años más tarde de pronunciarla, el propio ex primer ministro italiano explicó que no se refería tanto al hecho de ocupar o no un cargo en el puente de mando, sino al poder entendido como la capacidad de influir en la opinión pública. Los gobiernos, de uno y otro signo, han seguido siempre esa máxima como piedra filosofal de la supervivencia: perder la calle equivale a perder el sillón. Y ejercer la oposición sin capacidad real para rentabilizar los errores del Ejecutivo significa no alcanzarlo nunca.
La diferencia, ya desde el primer mandato de Trump, una sacudida populista amplificada hasta el esperpento en este segundo ciclo, ya desde que ‘posverdad’ se erigiera como palabra del año según el Diccionario de Oxford en 2016, estriba en la manera de subyugar. Ya no se trata tanto de convencer a los abstencionistas, a los desideologizados o a los ‘tibios’ sino de apretar las filas de los convencidos hasta el paroxismo mediante la demonización del rival, las malas artes, las medias verdades. Hacer pasar por ‘fake’ las noticias reales es el último grito en técnicas de propaganda. La política se vuelve dogma, fe acrítica, y de esa manera, los electores mutan en acólitos. La conciencia crítica se adormece y lo que brota fuera de los credos mayoritarios es directamente gente que se informa en la cuenta del ‘influencer’ de turno o que paga un dineral por ver a Milei empuñar la motosierra, como ha sucedido este fin de semana en Madrid, al grito de ‘abajo los impuestos’.
Todo eso pasa en España desde hace tiempo pero hay consenso en que el amontonamiento de presuntos casos de corrupción en el entorno de Moncloa y Ferraz ha empujado la conversación pública directamente a la ciénaga y ha elevado la degradación política e institucional hasta lo insoportable. El procesamiento del fiscal general del Estado, inédito en democracia, es todo un síntoma no tanto por colocar al borde del banquillo a quien se supone a la cabeza de la persecución del delito, sino por las ramificaciones del caso. Que el juez apunte al Gobierno como instigador de la filtración que perseguía ganar el relato frente a Isabel Díaz Ayuso, némesis de Sánchez, o que un ministro -Óscar Puente, quién si no- señale directamente a los togados como la verdadera oposición ahonda en esa peligrosa concepción binaria de la política como una guerra sin reglas entre los míos y los de enfrente. Hacer afirmaciones sin un mínimo fundamento -o difundir coordinadamente bulos como el de la supuesta bomba lapa contra Sánchez- conecta peligrosamente con el manual básico del populismo.
Por supuesto, el doble juego de la oposición no ayuda: convocar una manifestación bajo el lema ‘Mafia o democracia’ y repartirse los papeles para que el líder quede a resguardo de afirmar, sin que medie sentencia, que el Gobierno opera como una organización criminal es, como mínimo, hipócrita. Que la Conferencia de Presidentes, convocada por Sánchez para distraer la atención, acabe monopolizada por una Ayuso en plan salvadora de la patria es otro síntoma de que la política española se adentra en territorio desconocido, en una competición desquiciada de agitadores que amenaza con gangrenar desde dentro el propio sistema democrático.