IGNACIO CAMACHO-ABC

  • La selección es uno de los pocos elementos que aún representan a España como una cierta idea común de pertenencia

La selección de fútbol es ese equipo que te hace aplaudir a jugadores del club que más detestas. A los madridistas nos pasa con Lamine Yamal, igual que antes con Busquets, Iniesta o Xavi, cuya militancia culé nos vuelve cicateros a la hora de valorar sus cualidades pero vestidos con la camiseta roja los encontramos brillantes, excelentes, superlativos y hasta geniales. Así tendría que ser también en otros órdenes de la vida y desde luego en la política: la representación nacional como suma de esfuerzos y superación de identidades sectarias o de particularismos tribales. Pero España, como idea o incluso como pasión, es un concepto que ya sólo funciona cuando hay un balón por medio, y ni siquiera en todas partes. Resulta un alivio que el himno no tenga letra porque así se evitan esos estúpidos y habituales debates sobre el sentido de la pertenencia y los atributos diferenciales.

De modo que como no podemos pelearnos por uno de los pocos objetivos comunes que tenemos, que es el de ganar torneos, se ha abierto una boba controversia artificial por el hecho de que Lamine, hijo de inmigrantes, sea una mezcla de moro y negro –digámoslo en el castellano viejo que todos entendemos–, lo que lo convierte en material arrojadizo para esas trifulcas entre majaderos aficionados a buscar siempre conflictos en vez de regocijarse con un éxito que por la condición simbólica del equipo es también nuestro. Claro que también discutimos por Morata, que lo lleva mal y se queja con depresivos mohínes de Calimero, pero al menos su caso tiene que ver con el juego. Yamal es un adolescente, casi un niño, y lo que debería preocuparnos es que su carrera no se vaya a frenar por lesiones o sobrecargas de esfuerzo físico, como le ha ocurrido a un Pedri demasiado explotado por la acumulación de partidos. Si lo dejan desarrollarse sin presiones, y por supuesto sin tratar de convertirlo en sujeto de manoseo político, tiene tantas alegrías que dar al país como, ay, disgustos al madridismo.

El Barça, tan sesgado en la pulsión nacionalista de su directiva y de parte de la masa social, es sin embargo un formidable ejemplo de formación deportiva y humana de la cantera. La Masía, como la Academia del Ajax, es una verdadera escuela donde los chicos aprenden a jugar y estudian la educación básica y media. De vez en cuando surge de entre ellos alguna estrella cuyo resplandor ilumina, como estos días, a la nación entera. Felicitémonos por ello, seamos de derechas, de centro –si es que queda alguien—o de izquierda, porque faltan emblemas capaces de unir a los ciudadanos en torno a una misma meta, por trivial que sea. Conviene acostumbrarse a que el fútbol refleje la creciente promiscuidad racial de una sociedad cada vez más heterogénea. Francia ha tardado, y así le va, en apreciar el valor comunitario que representan sus seleccionados negros cantando La Marsellesa.