Dejar a los muertos en paz

 

Felipe Fernández-Armesto-El Mundo

El autor critica la pretensión de exhumar los restos de Franco del Valle de los Caídos porque considera que es bueno para las generaciones presentes asumir nuestro duro pasado con toda su complejidad.

HE AQUÍ la historia de dos cadáveres. Uno es el de un dictador que murió a una edad avanzada, rodeado de reliquias y de todos los consuelos de la Iglesia, acompañado por quienes más le querían y estimaban, con honores y loores de autoridades y dignidades de todo el mundo. Se enterró en una sepultura sencilla pero nada austera, de buen gusto pero tocada de pomposidad, bajo un suelo de mármol reluciente en una basílica enorme que respira misterio y solemnidad, entre pinturas preciosas, bajo vigilancia de una comunidad religiosa que no cesó nunca de ofrecer misas por su alma. Al otro cadáver sus asesinos lo arrojaron a un foso de Málaga, sin bendición, para que se descompusiera rápidamente, con ayuda de ratas, entre los huesos de otras víctimas de una masacre. Éste era el cuerpo de mi tío Ricardo, fusilado por los nacionales. Todos sabemos de quien era el de aquél. Ambos merecen descansar en paz.

No cabe duda de cuál de los entierros fue más digno: el de mi tío, por supuesto. Cuando vi el Valle de los Caídos por primera vez, hace muchos años, no pude sino admirar la inmensidad, la excelencia de la ingeniería, la belleza del diseño de la basílica y la atmósfera devota del interior. Sentí a la vez piedad por los prisioneros cuyo duro trabajo erigió el monumento. Pero la grandeza excesiva del edificio, su falta de modestia, su carácter imponente y opresivo me parecieron ideales para enterrar los restos de un tirano.

Pensaba en esa esfinge, de baja estatura y de voz poco resonante en comparación con lo ruidoso que son los grandes dictadores de la Historia, que ni podía emular las afectaciones de un Hitler o un Mussolini, a pesar de sus esfuerzos, sin dar una impresión cómica. Y me pareció justo que sus restos estuvieran allí, invitando a la ironía de los transeúntes. La pomposidad no lleva a la dignidad. En el caso de mi tío, en cambio, su lugar de descanso, sin más compañía que la de algunos de sus antiguos camaradas, en un hueco excavado, supongo, en parte por sus propias manos, era propio de alguien que había sido un defensor de la clase obrera; su tumba anónima correspondía a sus sólidos principios igualitarios. Ambos son parte de la Historia de España. Ambos son de algún modo documentos de la Guerra Civil y de la irracionalidad de la dictadura. Un documento, desde luego, debe quedar en el archivo que le corresponde.

Los que quieren exhumar los restos de Franco del Valle de los Caídos cometen el mismo error del dictador: perpetuar los odios de la guerra, explotar la victoria para vengarse hasta de los muertos, intentar borrar parte de la Historia de España y negar a los vencidos el consuelo de conservar sus monumentos, nutrir sus mitos y honrar a sus muertos. Insistir en que sólo aquéllos con quienes estás de acuerdo merecen honrarse es el punto de partida de todas las persecuciones de la Historia. Si tuviéramos en España una democracia madura, seríamos tolerantes hasta con los muertos. Aceptaríamos los monumentos de todos los que forman parte de nuestro pasado –autoritarios y anarquistas, herejes e inquisidores, liberales y fanáticos–. Somos producto de todas sus luchas y, si no queremos volver a matarnos, debemos recordar siempre a los que se mataron.

En el Reino Unido, donde me hallo en la actualidad, no se tiene ese resentimiento hacia el pasado. Todos los días, cuando estoy en Londres, mi camino hacia el despacho me lleva por una plaza donde puedo admirar la bella estatua del rey Guillermo III, que impuso la Reforma y masacró o persiguió a irlandeses y católicos. Nadie quiere retirar la estatua. Cuando la reina acude al Parlamento, no desprecia la estatua de Oliver Cromwell, como tampoco se ven motines organizados por los descendientes de las víctimas del dictador republicano.

Hace pocos años, me hallaba en Irlanda del Norte con el gran historiador Peter Burke. Admirábamos las enormes pinturas propagandísticas que adornan las calles de Belfast para conmemorar las desgracias y triunfos de las guerras entre protestantes y católicos. «Recuerden el Boyne», proclaman las inscripciones que acompañan a los inmensos retratos de Guillermo III cuya victoria en la batalla del Boyne impuso la supremacía protestante y anglófila. «Ojalá se olvidaran del Boyne», comentó Peter, antes de corregirse añadiendo: «Pues no. Soy un historiador. Quiero que se conserven estas pinturas como parte de la memoria social, y que la gente las acepte sin rencor». Los británicos, gracias a Dios, no suelen erigir panteones ni sepulturas ostentosas, pero no consta que ningún cuerpo de creyentes quiera borrar el monumento a Darwin de la Abadía de Westminster. Nadie quiere desenterrar a Churchill por haber suprimido huelgas ni por su afán belicoso. Cuando se descubrieron hace pocos meses los restos de un supuesto tirano, el rey Ricardo III, en un aparcamiento que se reconstruía en la ciudad de Leicester, donde murió por las llagas que sufrió en la batalla que le costó la corona, la nación entera recibió con satisfacción el plan de celebrar una misa por el descanso de su alma. Y fue enterrado de nuevo con todos los honores debidos a un jefe de Estado.

Entre los graves errores morales de Franco está el de insistir en que sólo había dos Españas: la de los buenos y la de los rojos. Pero, en un país tan individualista como es éste hay muchos millones de Españas y la gloria de la democracia española es que abarca a todas. Nuestra diversidad, si consigue resolverse en la unidad de la tolerancia y el respeto, es una de las grandes glorias de España. Al final de tantas guerras y dictaduras, por fortuna hemos construido un Estado –por poco que lo aprecien mentes estrechas y cerradas– suficientemente generoso como para invitar a todos a colaborar, reconociendo que ninguna de las muchas Españas ejerce un monopolio ni de vicio ni de virtud. La verdad de la Guerra Civil no es que se enfrentara una banda de buenos y otra de malos, sino que se trató de una serie compleja de enfrentamientos entre grupos que no eran ni predominantemente buenos ni malos, sino humanos, con la combinación de vicio y virtud que nos caracteriza a todos. Luchaban honradamente por sus creencias sinceras, como mi tío Ricardo para la República y mi tío Ramón (que se confesó ser socialista pero se unió a los franquistas por repugnancia, como decía, contra «los que queman iglesias, matan sacerdotes y violan a monjas») por los nacionales. En su gran mayoría, los que se sacrificaron en las trincheras y los que sufrieron la miseria, la privación y la ruina de sus vidas, no pertenecían a ninguna ideología. Se les llamaba a filas sin consultarles. Llevaban armas de mala gana o como los comediantes de ¡Ay, Carmela! Procuraban evitar los campos de batalla y seguir llevando vidas normales y amores rutinarios.

ME ENCANTAla literatura juvenil por su falta de pretensiones. Y ahora estoy leyendo una aventurilla de la Guerra Civil escrita para chicos ingleses en 1939. «No me interesa tu guerra», comenta el héroe a un oficial. «No la comprendo ni me interesa intentar comprenderla. Sólo quiero que España sea tal como la quiere la mayoría de españoles». El sentimiento me parece cabal. Calificar a todos los combatientes como buenos o rojos no tiene más gracia que dividirlos entre buenos y nacionales. En momentos de caos político, provocado por revoluciones y guerras, se comprende que neuróticos, sádicos, sicóticos y megalómanos suelen escalar a puestos de mando. Pero no juzguemos por criterios anormales. La mayoría de la gente sigue moralmente más o menos normal, es decir, neutral.

Pensar que el Valle de los Caídos, por la presencia de tal o cual individuo, sea quien sea, incluso el mismo Franco, no puede servir de monumento auténticamente representativo de la Historia de todo el país equivale a decir que la Historia privilegia a unos y excluye a otros: el mismo mito que Franco quería propagar. Pero no es así: el Valle es parte de una historia trágica y lamentable pero compartida, manchada de sangre y sudor españoles. Franco es parte de esa Historia y lo es también el hecho de que está enterrado allí. De igual manera, la zanja sucia y sagrada que sirve de sepultura a mi tío es otro fragmento precioso de nuestro pasado. Venérales a ambos, peregrino, y prosigue tu camino.

Felipe Fernández-Armesto es historiador y titular de la cátedra William P. Reynolds de Artes y Letras de la Universidad de Notre Dame (Indiana, EEUU).