Fernando Reinares-El País
España seguirá señalada como blanco de atentados terroristas por el yihadismo salafista y nuestras instituciones y la colaboración internacional podrán mitigar la amenaza, pero no erradicarla. La sociedad debe hacer valer su resistencia
Tres son las fases por las que el yihadismo global ha atravesado desde su aparición como movimiento hace treinta años. La primera se inició con la fundación de Al Qaeda en 1988 y concluyó meses después del 11 de septiembre de 2001, cuando esa organización yihadista y algunas de sus entidades asociadas perdieron el santuario afgano. La segunda se extendió desde comienzos de 2002 hasta 2011, año de las revueltas antigubernamentales en diversos países del mundo árabe y durante el que Osama Bin Laden fue abatido en su escondite paquistaní. La tercera fase, que llega hasta el presente, comenzó en 2012 con el auge de la insurgencia yihadista tras desencadenarse la contienda siria. A cada uno de estos periodos corresponden distintas configuraciones de la amenaza terrorista que el yihadismo global supone para Europa occidental.
En España, esta amenaza se ha manifestado en forma de atentados durante las fases segunda y tercera del yihadismo global. En la segunda fase se inscriben los del 11 de marzo de 2004 en Madrid, a los que sumar el posterior episodio suicida del 3 de abril en Leganés. En la tercera fase se inscriben los del 17 de agosto de 2017 en Barcelona y la madrugada del siguiente día en Cambrils. No ocurrió así durante la primera fase, aunque a menudo se señala como primer acto de terrorismo yihadista en España el del 12 de abril de 1985 en el restaurante El Descanso, en Torrejón de Ardoz. Yihad Islámica, que asumió ese y otros atentados en distintos países europeos, era una denominación que la organización Hezbolá utilizó entre 1983 y 1987. Además, este terrorismo islamista de patrocinio iraní es un extremismo chií y no suní como el yihadismo global.
Detrás del 11-M hubo una red yihadista con cerca de treinta individuos y tres componentes fundamentales —el remanente de la célula que Al Qaeda estableció en España en 1994 y que fue desmantelada en noviembre de 2001, el aportado por el Grupo Islámico Combatiente Marroquí y, finalmente, una banda de delincuentes comunes radicalizados— que empezó a articularse en marzo de 2002 y que desde abril de 2003 estuvo conectada con el mando de operaciones externas de Al Qaeda basado en Pakistán. Esta configuración se adecuaba, por una parte, a la de un yihadismo global polimorfo cuya matriz seguía planificando y facilitando atentados en Europa occidental. También se adecuaba, por otra parte, a una amenaza compuesta, ya que en la preparación y ejecución de estos actos de terrorismo intervenían a menudo individuos vinculados a dos o más entidades yihadistas.
La célula del 17-A se constituyó básicamente con adolescentes y jóvenes de segunda generación
Sin embargo, detrás del 17-A no hubo una red sino una célula, constituida por al menos diez individuos, que habría comenzado a formarse durante 2016. Pero su referencia ya no fue Al Qaeda sino Estado Islámico, en consonancia con la escisión existente en el yihadismo global desde 2013 —cuando Estado Islámico todavía no había proclamado un califato y era aún conocido por las siglas ISIL o ISIS—, al igual que con su mucha mayor capacidad de movilización entre musulmanes residentes en Europa occidental. Todavía no se sabe si el elenco yihadista de Ripoll estuvo únicamente alineado con Estado Islámico o si mantuvo contacto con operativos, combatientes terroristas extranjeros o retornados de esta organización yihadista, pero se trata de una hipótesis verosímil considerando el tamaño y los propósitos de quienes integraron aquella célula terrorista.
Ahora bien, mientras que la red del 11-M estuvo formada principalmente por inmigrantes marroquíes en España, la célula del 17-A se constituyó básicamente con adolescentes y jóvenes de segunda generación, descendientes de inmigrantes marroquíes, nacidos y crecidos en nuestro país. Esto concuerda con la creciente relevancia, entre los yihadistas activos en Europa occidental, desde mediada la pasada década, de individuos de segunda generación. La movilización yihadista a partir de 2012, que ha afectado en especial a países con poblaciones musulmanas en cuyo seno predomina ese segmento social, ratifica su relativa mayor vulnerabilidad a la radicalización. Este proceso fue, sin embargo, similar para los implicados en aquellos dos casos, pues la exposición física a agentes de radicalización y la incidencia de vínculos sociales previos resultaron determinantes.
Los terroristas del 11-M consideraron el uso de peróxido de acetona (TATP) pero, tras la tardía incorporación a la red yihadista de unos delincuentes comunes radicalizados, se decantaron por Goma 2 ECO, de adquisición más fácil y manipulación menos peligrosa. Los terroristas del 17-A tenían previsto recurrir a vehículos cargados con TATP y utilizar esta sustancia de otras maneras, pero improvisaron al estallar el inmueble donde la fabricaban y desbaratarse sus planes iniciales. De cualquier manera, unos atentaron en Madrid contra trenes de cercanías abarrotados de pasajeros, es decir, contra blancos considerados blandos por sus umbrales de protección y de accesibilidad, pero a la vez muy concurridos de personas. Otros ambicionaron provocar una matanza en Barcelona mediante atentados asimismo múltiples contra otros blancos, pero igualmente blandos y concurridos.
En ambos atentados, los terroristas dejaron constancia de su odio a los no musulmanes
El 11-M obedeció inicialmente a una voluntad de venganza contra España por haber asestado, con la Operación Dátil, uno de los mayores golpes que Al Qaeda ha recibido en Europa occidental. Los líderes de esa organización yihadista adoptaron más tarde un plan terrorista que se acomodaba bien a su estrategia general tras la invasión de Irak. Estado Islámico sostuvo por su parte, en comunicados posteriores a los atentados en Barcelona y Cambrils, que ambos se encuadraban en las represalias contra países que contribuían a la coalición internacional establecida para combatir a dicha organización yihadista, sobre todo en los territorios de Siria e Irak donde esta llegó a imponer temporalmente su dominio. Pero, en el 11-M al igual que en el 17-A, los terroristas dejaron constancia de su odio a los no musulmanes y aludieron a Al Andalus como territorio islámico usurpado.
Entre el 11-M y el 17-A hay elementos de continuidad y de cambio respecto a los actores y los procedimientos de la amenaza terrorista que plantea un yihadismo global cuya persistencia durante el próximo cuarto de siglo es previsible. Nuestras instituciones nacionales y la cooperación internacional podrán mitigarla, pero no erradicarla. Nuestras sociedades, abocadas a sus eventuales y ocasionalmente muy cruentas expresiones, deben hacer valer capacidades de resiliencia. La amenaza terrorista oscilará en grado, dependiendo de circunstancias externas e internas a Europa occidental, así como según países. Sobre España, otras consideraciones al margen, incidirá el factor constante de su señalamiento como blanco por el salafismo yihadista. Esta ideología justifica religiosamente, tanto en un sentido ofensivo como defensivo, la práctica del terrorismo en suelo español.
Fernando Reinares es director del Programa sobre Terrorismo Global en el Real Instituto Elcano y catedrático de Ciencia Política en la Universidad Rey Juan Carlos.