Emilio Guevara, EL PAÍS, 30/10/11
Han bastado cinco días para comprobar, una vez más, que el mayor y más profundo problema de Euskadi no es ni ha sido la existencia de ETA. El día 20-O, en medio de la marea de emociones y sentimientos entremezclados, muchos creían que al fin se recuperaba por todos la libertad y que el llamado «conflicto vasco» iniciaba un proceso irreversible de solución definitiva. Nada más lejos de la realidad. Cinco días después, en el aniversario trigesimosegundo del Estatuto de Autonomía, se nos mostraba en toda su crudeza el verdadero conflicto vasco: la incapacidad para encontrar, de una vez por todas, un marco jurídico que permita la convivencia de los distintos sentimientos de identidad que coexisten en nuestra sociedad y el empecinamiento en posturas tan imposibles de conciliar que no permiten vislumbrar una solución, seguramente ni en el corto y medio plazo, y probablemente tampoco más allá.
Hoy estamos más lejos de lograr una solución que en 1979, porque así lo ha querido el nacionalismo, y porque así lo ha facilitado la ceguera y la dejadez de quienes desde las instituciones del Estado debían defender la Constitución y el Estatuto y amparar a los muchos ciudadanos que han sido asesinados, perseguidos, discriminados y extorsionados por creer en los valores democráticos.
Era desolador escuchar al lehendakari presentar al Estatuto como un «punto de encuentro» de todos ante una audiencia con ausencias clamorosas, mientras en Gernika el PNV anunciaba una lege berria para el 2015, y el nacionalismo radical se esmeraba en patentizar su desprecio al Estatuto.
Era desesperante ver cómo Zapatero culminaba su desastrosa gestión del proceso autonómico, recibiendo a bombo y platillo a Urkullu para celebrar el fin de ETA, cuando, si quería respetar la memoria histórica y contribuir a construir un relato veraz de lo sucedido en estas décadas, antes que al PNV debería haber recibido a los ciudadanos que primero se rebelaron contra ETA, a Gesto por la Paz, a Basta Ya, al Foro Ermua y, por supuesto, a las víctimas del terrorismo de ETA.
Podemos, como los conejos de la fábula, seguir discutiendo si los nacionalistas son galgos o podencos, radicales o moderados. Podemos seguir en el error de creer que existen unos nacionalistas buenos a los que premiar, como hace Zapatero, para contener a los malos. Podemos seguir perdiendo el tiempo y el rumbo creyendo que cabe concertar con ellos una fórmula de engarce definitivo de Euskadi en la España constitucional en base a un Estatuto de Autonomía, por mucho que se mejore, o con un modelo federal del Estado. Porque mientras el nacionalismo independentista en Euskadi no sea una ideología caduca y minoritaria, estaremos ante una historia interminable de tensión y de fractura social.
Y solo hay una manera posible de conseguir que el independentismo pierda: demostrar a los ciudadanos, con datos y argumentos serios, comprensibles, referidos a la vida real y a los problemas que de verdad afectan al bienestar, que esa reivindicación es, en la Europa y en el mundo del siglo XXI, inviable, innecesaria y equivocada.
A quienes van a decidir de qué lado cae el fiel de la balanza les trae ya sin cuidado el discurso de los valores ciudadanos, de la solidaridad y del respeto al pluralismo. Si no fuera así, hace tiempo ya que el nacionalismo sería minoritario. A esos ciudadanos se les confunde diciendo que la independencia es viable con ejemplos tan variopintos e inaplicables como el último de Croacia, y que si la obtenemos se vivirá mejor. A estos ciudadanos se les engaña afirmando que la independencia representaría un incremento sustancial de poder respecto del que ya disponemos, que garantizaría la solución de los problemas globales que hoy existen. A esos ciudadanos se les miente descaradamente cuando se hace depender la permanencia del euskera y de la cultura vasca de la consecución de un Estado propio.
A esos ciudadanos hay que explicarles que en el Derecho Internacional la autodeterminación no es un derecho, sino un instrumento de corrección de situaciones concretas que nada tienen que ver con España, y su reconocimiento no es en modo alguno un requisito para la existencia de una democracia plena; que, por el contrario, del Derecho Internacional forma parte el principio de garantía de la integridad territorial de los Estados; que las normas de la Unión Europea no permiten la secesión de una parte de un Estado miembro con la continuidad automática de la escisión dentro de la Unión con iguales derechos; que en un mundo globalizado y en una Europa con la política exterior, de defensa y monetaria comunes, con una capacidad normativa supraestatal amplísima, con una tendencia irreversible a imponer también políticas presupuestarias y fiscales a sus miembros, la independencia no representaría ninguna ventaja tan significativa como para compensar los costos humanos, sociales y económicos que se originarían incluso en el escenario más favorable y pacífico.
Encarar este debate, planteando estas y otras muchas cuestiones similares, obligando a los nacionalistas a confrontar datos reales, sin afirmaciones gratuitas o indemostrables, es la única actuación razonable y eficaz para superar un conflicto que de otra forma, me temo, no tiene una solución que pueda contentar a la mayoría cualificada que, ante decisiones de esta naturaleza, se requiere. Si no lo hacemos ya, algo irá yendo cada vez peor en Euskadi.
Emilio Guevara, EL PAÍS, 30/10/11