IGNACIO CAMACHO-ABC
- El último argumento del oficialismo consiste en denunciar el rechazo al presidente como un trastorno social enfermizo
El último invento de la propaganda sanchista es la denuncia del antisanchismo, señal de que el entorno presidencial se ha dado cuenta de que las próximas elecciones generales -y en parte las territoriales de este mes- se van a dilucidar en clave de plebiscito. Ése fue el planteamiento inicial del propio Gobierno, creyendo que una campaña personalista redundaba en su beneficio, pero ahora la demoscopia ha advertido la evidencia del peligro al constatar que la figura del líder provoca en numerosos sectores una suerte de rechazo compulsivo.
La respuesta táctica consiste en un despliegue de victimismo. Según el nuevo argumentario oficial, amplificado por la trompetería mediática y aventado con profusión desde el Consejo de Ministros, la oposición es un conglomerado ‘trumpista’ que impugna la legitimidad del Ejecutivo y se sale del marco constitucional por el simple ejercicio de su derecho a cuestionar el actual rumbo político. El antisanchismo como obsesión psicológica, una fobia perversa devenida en trastorno enfermizo. Una patología social inoculada por un virus antisistema que ha nublado el entendimiento colectivo hasta el punto de considerar perniciosa la etapa de mayor avance progresista que el país ha vivido. Y los que la sufren deberían avergonzarse de sí mismos o al menos tener conciencia de estar envenenados de resentimiento, insensibilidad y encono banderizo.
Así, el antisanchista es un bellaco o, en el mejor de los casos, un perturbado incapaz de ver una contribución esencial a la convivencia en el indulto a los separatistas, la supresión de la sedición o el acercamiento de los presos de ETA. Su obcecación identifica como un engaño del presidente la circunstancial reconversión de algunas de sus promesas o la leve inexactitud del registro de muertos en la pandemia. Está tan intoxicado por la posverdad que no contempla en la suelta de violadores una maniobra judicial torticera para desacreditar la legislación feminista de la izquierda. La cerrazón ideológica le impide admitir la positividad del pacto con Bildu y Esquerra, y un sentimiento de propiedad surgido del egoísmo clásico de las clases medias lo empuja a denostar la providencial normativa de vivienda y a quejarse de los impuestos que redistribuyen la riqueza. Su ataxia intelectual lo ha encastillado en un concepto inmovilista del Estado para el que cualquier innovación institucional creativa supone un ataque bolivariano contra los mecanismos de control democrático. Pero sobre todo, es el mismo Sánchez -Su Persona- el que excita su vértigo más ofuscado al punto de convertir a un hombre sincero, transparente, dialogante y empático en un narcisista sin principios, ebrio de poder cesáreo y ventajista como un Maquiavelo de saldo. El antisanchista, en fin, es un pesimista tan retorcido, irrecuperable y refractario que ni siquiera se cree las encuestas de Tezanos.