Eduardo Uriarte-Editores

Aunque la condición humana ha dado muestras de adhesiones emocionales guiadas por la propaganda, lo cierto es que, a poco que sobreviva cierta capacidad de crítica en la opinión pública, la propaganda, su exceso, como indicara un clásico estudioso de la propaganda política, Jean Louis Domenach, acaba saturando, y se producen desafecciones masivas que facilitan el rechazo del discurso dominante.

Es cierto que el populismo está haciendo mella con sus mensajes y prácticas demagógicas tanto o más que los fascismos o comunismos en el reciente pasado. Se extiende hoy a nivel global y en sociedades que considerábamos cultas políticamente, la del Reino Unido, USA o la Francia republicana. Aquí lo padecemos por la derecha, y por la izquierda, y, lo que es peor, por una coalición gubernamental populista. Pero el mero relato propagandístico tiene plazo porque las mentiras sobre las que se sostiene son creídas en primer lugar por sus promotores, los cuales a la vez limitan la libertad de expresión o encubren la opinión adversa por medio de un relato cada vez más agresivo, lo que conduce a la creación de un enemigo necesario -la polarización- y a centrar todos los esfuerzos en la confrontación. Nuestro Gobierno no gobierna, confronta, y con ello se mantiene en el poder.

La estratégicamente asumida confrontación condena la convivencia política a su desaparición. Ante el muy malvado enemigo fabricado se erige al líder autocrático. El embate con el adversario exige una acción agitativa permanente, la conversión del conjunto de cargos en muy activos papagayos de mensajes contra el adversario, lo que inhabilita a los que debieran gobernar para la gestión de lo público. El resultado es una combinación de profundo deterioro en la gestión, por causa precisamente del menosprecio de las críticas, y de la confrontación con el crítico no afecto convertido en chivo expiatorio.

Ante los fracasos se hace necesaria la sobreactuación en la agit-prop y se abandona la solución de los problemas. Es más, el populismo gusta de los problemas, promueve el sacar partido de ellos para achacárselo al adversario -sacó provecho de la pandemia, a pesar de su pésima gestión, lo intenta sacar de la falta de solución a la inmigración, de la carencia de vivienda (miembros del Gobierno se manifiestan contra la falta de viviendas), del deterioro de la sanidad-. Así se llega al apagón cubano, o a que los trenes españoles, prestigiados hasta la coalición Frankenstein, ahora no funcionen.

Pero no hay que sorprenderse porque todavía el sanchismo sostenga su base electoral. La sectaria enajenación fomentada por el relato bananero, que incluye el culto a la persona del líder, el uso de todo procedimiento para el sostenimiento en el poder, colonización y depredación de las instituciones del Estado, corrupción y mentira mediante, y expulsión de la oposición a extramuros del sistema (que ni sueñen en volver al poder) permite la cohesión, hasta el momento, de la horda emocional que lo sostiene. Pero ello anuncia su fin.

La adhesión a lo propio, la creencia en las propias mentiras, el servilismo al líder, el desprecio del oponente y a cualquier libre expresión crítica, el deterioro de las instituciones, el derroche y la falta programación, de inversión, una legislación tortuosa, en alguna grave ocasión contradictoria con los fines invocados, etc., acaba repercutiendo en la dedicación y cuidado en la gestión. Y, para acabar, el autoritarismo ejercido acaba en un profundo enfrentamiento con el Poder Judicial, utilizando para ello los serviles instrumentos del Fiscal General -hoy imputado- y del Tribunal Constitucional.

Habría que finalizar con la conclusión al que llega el profesor Antonio Rivera en un excelente ensayo,  “Un Socialismo Inmaterial”, Nueva Revista: “ha quedado más que demostrado en la historia que los ataques contra el Estado de derecho y la democracia acaban siéndolo contra las condiciones de vida de los más desfavorecidos”. Así pues, la trampa de este régimen populista se la crea él mismo, porque el ataque a la legalidad, usos y formas democráticos, acaba incidiendo especialmente en los sectores de la ciudadanía a los que demagógicamente dice defender.