Carlos Souto-Vozpópuli

Es un diagnóstico compartido por millones de ciudadanos que sienten que el país ha entrado en un ciclo de degradación, de desorden

¿Qué le pasó a España? ¿Cómo se desfiguró en tan poco tiempo el país que hace apenas una década era sinónimo de sanidad pública ejemplar, trenes de alta velocidad eficientes, y estabilidad democrática? ¿Cuándo empezamos a parecer más una advertencia que un modelo?

Durante años, España fue vista como una nación que, tras superar una dictadura y transitar una transición democrática envidiable, se había consolidado como una potencia media respetada. La sanidad pública era motivo de orgullo. Nuestra red de trenes AVE era modelo de infraestructura en toda Europa. La inmigración llegaba, en su mayoría, desde países hermanos: hispanohablantes, con raíces compartidas, con voluntad de integrarse. Había problemas, claro. Pero también había una idea común de futuro.

Hoy, esa España parece un recuerdo lejano. En apenas una década, los símbolos se han vaciado y los consensos se han quebrado. La política se ha radicalizado, el Estado se ha vuelto disfuncional, el respeto institucional se ha perdido, y la reputación internacional ha desaparecido. España, sencillamente, ha dejado de ser lo que era.

No es una exageración ni una mirada nostálgica. Es un diagnóstico compartido por millones de ciudadanos que sienten que el país ha entrado en un ciclo de degradación, de desorden, de pérdida de sentido común. Y si bien las causas son múltiples, hay un nombre que sintetiza ese giro: Pedro Sánchez.

Sánchez no es el único responsable, pero sí es el principal catalizador. Su forma de hacer política ha reescrito las reglas del juego institucional. Ha gobernado sin límites, sin alianzas genuinas, sin pudor. Ha pactado con quienes declararon la independencia de una parte del territorio español. Ha legitimado a los herederos del terrorismo. Ha normalizado el uso de decretos para cuestiones estructurales. Ha impulsado una ley de amnistía que dinamita la idea misma de justicia.

Le dan dinero, lo endeudan a placer, pero no son tontos, compran votos. Que no faltan nunca en Bruselas. Sin embargo, esa cuerda no es eterna. La paciencia del norte se agota. Y el sur sigue creyendo que la fiesta no tendrá fin

Mientras tanto, el país se hunde en la confusión. La economía gubernamental (presupuestos no hay, así que no sé cómo llamar a esta especie de interregno) sigue sostenida por la ayuda europea —esa sangre que fluye desde Alemania o Francia y que permite al Estado español seguir engordando su estructura clientelar—. Le dan dinero, lo endeudan a placer, pero no son tontos, compran votos. Que no faltan nunca en Bruselas. Sin embargo, esa cuerda no es eterna. La paciencia del norte se agota. Y el sur sigue creyendo que la fiesta no tendrá fin.

En el plano internacional, España ya no cuenta. Ha perdido peso, prestigio y liderazgo. Las grandes decisiones europeas se toman sin consultarla. Las alianzas estratégicas del presidente apuntan a otros rumbos: Maduro, Xi Jinping, Mohamed VI. El bloque iberoamericano al que pertenece se ha convertido en un club de autócratas elegantes. Y Sánchez, lejos de oponerse, aplaude. Se siente cómodo. Es su lengua materna.

El presidente no se dará por aludido. Ya ha demostrado que puede atravesar tormentas electorales, denuncias judiciales, protestas masivas, y seguir como si nada. Su única brújula es el poder. Y mientras no haya un cerco judicial inapelable o un desgaste interno irreparable, Sánchez seguirá

La degradación no es sólo institucional. Es también moral. La casta política actual ya no se conforma con enriquecerse. Ha normalizado la impudicia. Se gobierna entre fiestas privadas, chicas de catálogo, líneas de coca y hoteles de lujo. Eso estando en pandemia, claro, puro recato. Hay ministros y ministras que entienden el poder como un recreo personal financiado por el erario. No es sólo corrupción: es decadencia.

Este sábado 10 habrá una movilización multitudinaria. Será grande. Pero conviene ser claros: el presidente no se dará por aludido. Ya ha demostrado que puede atravesar tormentas electorales, denuncias judiciales, protestas masivas, y seguir como si nada. Su única brújula es el poder. Y mientras no haya un cerco judicial inapelable o un desgaste interno irreparable, Sánchez seguirá.

Y, a fondo, ya a todo o nada, el desgaste institucional avanzará a la velocidad de la luz. Son urgentes unas elecciones anticipadas. Pero todo el mundo dice que no se va ni loco. Yo lo dudo, he visto en mi carrera caer varios gobiernos delante de mis propios ojos y siempre, poco antes, lucían invencibles como Sánchez luce hoy.

La única salida institucional que le queda a España, si quiere evitar convertirse en una caricatura de sí misma, es escuchar nuevamente a la ciudadanía. Porque la democracia no se basa en resistir a toda costa. Se basa en representar

¿Qué podría obligar a unas elecciones anticipadas? Tres factores, sobre todo.

Primero, que el frente judicial que hoy lo rodea se convierta en un callejón sin salida: imputaciones formales, instrucciones directas a su entorno, pérdida de aliados dentro del aparato institucional.

Segundo, que el Partido Socialista empiece a ver en Sánchez no un activo, sino un lastre. No hay partido que soporte indefinidamente una sangría electoral, un presidente que polariza y una base social que se desangra en cada encuesta.

tercero, que la presión social —manifestaciones, encuestas, reacción mediática— desborde el dique del relato y lo obligue a replegarse. Sánchez es resistente, sí. Pero no es invulnerable.

Todo tiene un final, decimos. Pues algunos finales requieren un empujón. La única salida institucional que le queda a España, si quiere evitar convertirse en una caricatura de sí misma, es escuchar nuevamente a la ciudadanía. Porque la democracia no se basa en resistir a toda costa. Se basa en representar.

Como dijo Winston Churchill: “El político se convierte en estadista cuando empieza a pensar en la próxima generación y no en las próximas elecciones.”

Hoy, España necesita estadistas. Urgente.