JORGE BUSTOs- El Mundo
Reconforta que los debates que llevan tiempo en la calle desemboquen naturalmente en el Parlamento, sede de la representación ciudadana. Nos referimos al debate sobre la tortilla de patata, que incendia las redes desde hace años. Cómo cocinamos la tortilla. Con cuánta patata. Y de qué variedad, pues el tubérculo es un vegetal identitario: está la patata valenciana reivindicada por Baldoví, la euskopatata de Esteban, el cachelo galaico, la papa canaria o la patata caliente de Puigdemont, que tiene cinco días para decidir si la quiere con cebolla. O sea, con el 155.
Sabemos que el debate se produce porque la receta de la tortilla española quedó demasiado imprecisa en el título octavo de la Constitución. A diferencia de la tortilla francesa, que no lleva patata y por tanto goza de mayor uniformidad, la tortilla española corre siempre el peligro de descomponerse como Míster Potato, ese juguete que tratado a golpes (de Estado) acaba perdiendo los ojos, las narices y el bigote porque cada una de estas extremidades decide proclamarse juguete soberano. Queda entonces un cuerpo ocre y mutilado que sería Castilla. Abandono ya la fiebre metafórica, pero es que ya no sabe uno cómo explicar a los niños el concepto de soberanía nacional.
Rajoy lo intentó de nuevo. Uno le oía y pensaba: a buenas horas. ¿Pero es que acaso no se lo hemos oído mil veces? ¿No será que el mensaje nacionalpopulista se impondrá siempre porque la ficción trata mejor a su público? El indepe es un nene mimado por mil madres que le repiten a todas horas que es más guapo que los demás. ¿Quién se resiste? No hay criatura más supremacista que un niño: se limita a desear, a exigir, a cagarse en las pensiones de los extremeños, que ya vendrá Europa a limpiarle el culo. Sobre una sociedad hedonista y tierna, el argumento de la solidaridad interterritorial cae como el reglazo en las uñas de un infante consentido por 70 años de paz.
Muchos portavoces prescindieron de papeles (otros los perdieron), Robles la primera. El riesgo de la oralidad es que, tras un vibrante exordio de estadista, acabe una naufragando en la perogrullada. Política, diálogo, política dialogante, diálogo político. Y así. Iglesias, de perdido que está se echó al río y acusó a quienes defienden España de romperla. Luego salió del paso confesando que quiere tener hijos, no sabemos si tantos como naciones. Rivera estuvo cómodo porque disfruta de un raro alineamiento en la vida de un político: aquel en que los intereses más reconocibles de su partido coinciden con las urgencias del país. Habló también Wilfredo el Velloso reencarnado en el cabestrillo marcial de Joan Tardà. Faltó Tusk.
Algo va quedando claro: que el precio de la unidad entre los leales al 78 será paradójicamente la reforma constitucional. Otra cosa es que estos políticos resistan el parangón con aquellos. De momento se nos antojan más bien agricultores, pendientes demasiados de ahondar los surcos de su terruño particular.