- El más pernicioso efecto colateral del ocaso del decoro político es la instalación entre la gente de la idea de que la política lleva asociada la doblez y el cinismo.
La obscena maniobra de Miguel Ángel Gallardo para lograr el privilegio del aforamiento, y dilatar el proceso judicial en el que está acusado de prevaricación y tráfico de influencias por el enchufe del hermano del presidente, es la última manifestación del cariz pornocrático que ha adquirido la política española.
Los manejos ya ni siquiera se perpetran con nocturnidad, sino a plena luz del día. La impudicia del Gobierno ha apuntalado una convicción inequívoca: todas sus obras y omisiones responden a la ciega determinación de perpetuarse en el poder.
En el caso de Gallardo, resulta poco estético de por sí su notorio apremio por acreditarse sumariamente como diputado autonómico. Máxime cuando, para darle entrada en el Parlamento regional, ha sido preciso forzar la dimisión de una diputada de la Asamblea de Extremadura y correr la lista cuatro posiciones más.
Pero la operación es doblemente indecorosa si se tiene en cuenta que, hace menos de cuatro meses, Gallardo aseguró expresamente que no se aforaría antes de que se cerrase el caso de David Sánchez.
Idéntica desvergüenza se observa en la morosidad de la investigación del Gobierno sobre el apagón. La prensa internacional ha señalado el «elefante en la habitación» del exceso de renovables que el Ejecutivo se obstina en camuflar mediante «explicaciones que carecen de sentido técnico o rozan el absurdo». Reforzando así el convencimiento de que Moncloa está mareando la perdiz para zafarse de cualquier rendición de cuentas.
Es muy revelador del nivel de desfachatez al que se ha llegado que un colapso sin parangón en los países desarrollados modernos no haya merecido la más mínima autocrítica por parte del Gobierno.
Pero el descaro se vuelve sencillamente insoportable cuando además se presume de gestión. Beatriz Corredor ha llegado a decir que la actuación de Red Eléctrica fue «una auténtica obra maestra».
Hace mucho que este Gobierno perdió la capacidad de sonrojarse. Piénsese en los cambios normativos a la carta como la amnistía, la eliminación de la sedición, la rebaja de la malversación o la promoción del catalán en la UE.
En el reciclaje de ministros en instituciones y empresas públicas.
En la colocación en el instituto encargado de pulsar las tendencias demoscópicas de un individuo con carné del PSOE que escribe panegíricos del presidente.
En las cotas de amplificación descarada del discurso del Gobierno en RTVE, desde sus programas informativos a los de humor.
O en la frivolización sobre la anomalía mayúscula que supone sustraerse al control presupuestario del Parlamento, y que Virgilio Zapatero ha caracterizado en estas páginas como el caso más sintomático de «desvergüenza constitucional».
“Denunciar un genocidio no es política ni antisemitismo, es humanidad.” @Buenafuente #FuturoImperfecto
⭕️https://t.co/eGcuDv9QhY pic.twitter.com/X5nTjAp4hC
— La 1 (@La1_tve) May 22, 2025
***
El decoro político puede definirse como una concordancia entre lo que se dice y lo que se piensa, entre lo que se ha dicho y lo que se dice, y entre lo que se dice y lo que se hace. Las tres acepciones están ausentes en el oportunismo de Gallardo, una práctica que representa la falta de decoro por excelencia.
Porque el decoro es la virtud de la correspondencia, de la conformidad con la dignidad de la persona, de la adecuación entre lo que se manifiesta y lo que se es. Y por tanto presupone un sentido moral personal en el que, por honor y por decencia, uno se somete a lo que es procedente y conveniente.
Cabe figurarse que esta faena sería para la opinión pública mucho más indigerible si no fuera porque, en la España sanchista, ya nos hemos habituado a los «cambios de opinión» de los políticos.
Y ese es precisamente el drama. Que con tanto exhibicionismo haya cuajado un clima de licencia hacia los desafueros del poder. Que la recurrencia de las trapacerías haya elevado el umbral de tolerancia de la población española hacia comportamientos que hace no tanto habrían resultado inaceptables.
Tal es el modus operandi sanchista: la introducción de nuevas prácticas que van sentando precedentes y decantando una mutación del sistema político. Una pendiente resbaladiza de pequeñas transgresiones que por acumulación van produciendo una desvirtuación de las costumbres políticas.
Y en este proceso de incivilidad ha jugado un papel protagonista la corrupción de las formas, que son la divisa de toda civilización. Guardar las apariencias, lejos de ser un ornato secundario, entraña la observancia de un código de conducta por el que uno se obliga a honrar sus promesas y mantener fidelidad a la palabra dada.
En otras palabras: el descaro supone un paso más en el desprecio por las reglas, porque significa que quien las violenta ni siquiera se cuida de maquillar que lo hace.
De ahí que la pérdida del decoro (que es un fenómeno de apariencia) comporte un impacto social tan envilecedor: cuando los gobernantes no cumplen con su deber de ejemplaridad, los gobernados se contagian de sus malas maneras y modales.
El más pernicioso efecto colateral del ocaso del decoro político es pues la instalación entre la gente de la idea de que la política lleva asociada la doblez y el cinismo.
Si los representantes dejan de sentirse vinculados por sus compromisos con el público, el resultado es la devaluación de la palabra. Y la normalización de la mentira en política propicia una atmósfera de escepticismo y agnosticismo que hace inoperante cualquier orden político.
🔴 Silvia Intxaurrondo crea el bulo de que lo del hermano de Sánchez era un bulo. 🤯
Ha sido tan grotesco que hasta sus compañeros se lo han afeado.
Han convertido RTVE en una máquina de dilapidar el dinero público blanqueando la corrupción del poder. pic.twitter.com/3O8OQl6FPR
— Onvre Deconstruido (@o_deconstruido) May 23, 2025
Cuando la impudicia del gobernante se ha vuelto tan clamorosa, se llega a una situación en la que los poderes públicos pierden toda su credibilidad. Por eso, el Gobierno no está calibrando bien el legado de devastación civil que dejará su política pornocrática.
Si todos los organismos estatales están cooptados por comisarios socialistas (desde el Tribunal Constitucional hasta la Fiscalía, desde el Banco de España hasta el INE), y si el Gobierno se ha ganado una merecida reputación de desinformación, ocultamiento y tergiversación, no sería descabellado que llegase un momento en el que amplias capas de la sociedad española desconfiasen de cualquier información proveniente de fuentes oficiales.
Después de experiencias como las de la pandemia, el apagón o la avería en los trenes, ¿a quién podría sorprenderle que los españoles llegasen a creer que el Gobierno manipula, por ejemplo, los datos de crecimiento económico y desempleo?
¿O por qué no, el mismo resultado de las elecciones?
De modo que cuando el PSOE se lamente de la proliferación de la «antipolítica», puede tener la certeza de que nadie como él ha contribuido a esta situación de sospecha generalizada que ha sumido a las instituciones en el descrédito y acrecentado el divorcio entre la España oficial y la España real.