- Una estampida de fugas en el mercado de bonos ha aterrizado a Trump (por un rato) en el mundo real
Del glorioso Día de la Liberación en el jardín de la rosaleda de la Casa Blanca hemos pasado en solo siete días al Día de la Envainada. Aunque todavía se mantiene la tarifa plana del 10 por ciento, que afecta hasta a los pingüinos de una isla deshabitada; así como la penalización especial a Canadá y México por la peste del fentanilo y los aranceles al acero y los coches, entre otros. Además ha elevado hasta el 145 por ciento el rejón especial a China, el enemigo máximo y real de Estados Unidos (y el segundo mayor tenedor de su deuda pública tras Japón, con 690.000 millones de dólares de bonos USA en manos chinas).
¿Qué ha ocurrido? Pues que estamos ante un Momento Liz Truss, aunque esta vez el aprendiz de brujo conserva su puesto y su arrogancia. Sus irreductibles aduladores incluso aseguran que todo estaba previsto, que estamos ante «una jugada maestra» del gran oráculo del Arte de Negociar –título de su libro al respecto, escrito por un negro–, que ha logrado que todos los países del mundo estén haciendo cola para pedirle árnica («me besan el trasero», en gráfica expresión del estadista el pasado martes, un día antes de su frenazo).
La torie Truss, libertaria más que liberal, fue la primera ministra británica más efímera de la historia, con solo 44 días durmiendo en Downing Street. Se la llevó por delante un experimento económico drástico, audaz. Quiso soplar y sorber al tiempo, con una formidable bajada de impuestos al tiempo que subía el gasto. Los mercados le sacaron la tarjeta roja, la libra se fue al garete y rodó la cabeza de la intrépida Truss. A Trump le ha ocurrido algo similar con su desafío arancelario. En su caso lo que le ha obligado a pisar el freno ha sido el mercado de bonos.
El sagaz James Carville fue el estratega que dirigió la campaña que llevó a Clinton a la Casa Blanca en 1992. En estas horas se recuerda una cita suya sobre la importancia capital del mercado de bonos: «Solía pensar que si hay reencarnación me gustaría volver como el Papa o el presidente de Estados Unidos. Pero ahora quiero volver como el mercado de bonos, porque así podría intimidar a cualquiera». El presidente galo Giscard, viborilla pero inteligente, definía el poderoso bono USA como «un privilegio exorbitante».
El bono del Tesoro de los Estados Unidos está considerado el mayor valor refugio del mundo, el tótem de la inversión segura. Si las bolsas se constipan y caen, la pauta normal es que los inversores busquen refugio en el bono USA. Pero esta semana ha pasado algo muy extraño. Las bolsas se pegaron el mayor leñazo desde la pandemia y al tiempo los inversores, asustados por la que está liando Trump, empezaron a vender sus títulos de deuda pública estadounidense. Al caer la demanda se vuelve necesario ofrecer una mayor rentabilidad para colocar esos bonos, es decir, el Tesoro tiene que pagar más a los inversores, con lo cual el coste para financiar la deuda de la nación se dispara. En el alegre Día de la Liberación el bono USA a 30 años estaba al 4,4 por ciento, pero el miércoles se había disparado al 5 por ciento, y con el de diez años ocurría algo similar. Un panorama más propio de la deuda griega que de la primera potencia.
Antes de la crisis de los bonos, el Día de la Liberación había provocado ya serias turbulencias. Los batacazos de la bolsa causaron pérdidas de trillones de dólares (el asesor especial Musk, por ejemplo, vio volar cien mil millones de su fortuna, por lo que se ha pasado al sector crítico y ya aboga por aranceles cero entre Estados Unidos y la UE, además de llamar «idiota» al ministro de comercio de Trump). Los tambores de recesión comenzaron a sonar. A ello se añadían los problemas en la cadena de suministros, la subida de los costes de las empresas estadounidenses y el rápido deterioro del poder blando de Estados Unidos y su imagen… Pero Trump aguantaba. Hasta que llegó el aviso de la venta masiva de bonos estadounidenses.
El miércoles, el secretario del Tesoro, un inversor de fondos multimillonario llamado Scott Bessent, en su día socio de Soros, se fue a ver al presidente y lo alertó de la enorme gravedad del nuevo frente. Ese mismo día, Trump, que dedica parte de su tiempo a ver la tele, sabedor de que es una herramienta tan poderosa que hasta lo ha hecho presidente, se encontró con que el CEO de JP Morgan estaba advirtiendo en Fox Business de que el escenario previsible tras la fiesta del Día de la Liberación era «la recesión». Tocaba pisar el freno.
Trump lo hizo anunciando en su red Truth Social una pausa hasta julio. Las bolsas respiraron. «El mercado de bonos es muy complejo –explicó Trump– y la gente estaba poniéndose una poco nerviosa. Pensé que se estaban pasando un poco de la raya». Estados Unidos baila al albur de las intuiciones atrabiliarias de su presidente, hasta el extremo de que en la misma hora en que él pausaba los aranceles uno de sus ministros estaba vendiendo sus bondades en el Capitolio con ardorosas hipérboles. Nadie le había avisado del volantazo.
Estados Unidos es el país con la deuda más voluminosa del mundo. Ronda ya la que contrajo por el esfuerzo de la Segunda Guerra Mundial. Ha podido soportar esa losa porque es también la primera economía, lo cual garantizaba la solidez de sus bonos. Los demócratas no hicieron nada ante el problema inmenso de la deuda, talón de Aquiles del imperio, estaban muy ocupados fomentando el aborto y el rollito «de género». Trump sí se propuso hacerlo:
En primer lugar, es muy consciente de que ya no tienen pulmón financiero para sostener grandes guerras en el exterior (de hecho si China acaba invadiendo Taiwán lo más probable es que EE.UU. al final no haga nada), de ahí su interés por acabar pronto con la sangría de Ucrania. En segundo lugar se propuso obligar a los europeos a gastar en defensa, jugada de doble beneficio: Washington se ahorraba el coste de protegernos y al tiempo nos obligaba a hacer compras inmensas a su industria armamentística. En tercer lugar, el jarabe proteccionista: con los aranceles se volvería a fabricar en América y con los ingresos de los aranceles a los países que «se aprovechan de EE.UU.» se podría aminorar la deuda, y hasta intentar las prometidas rebajas fiscales.
Esas eran las intuiciones que bullían en la cabeza de Trump, hombre de gran inteligencia práctica. Su hándicap estriba en que le encanta la brocha gorda –rotulador, en su caso– y desprecia los aburridos detalles, en los que radica el quid de las cosas. Su mérito es atreverse a intentar una cirugía de hierro para intentar ralentizar o revertir el declive del imperio americano. Pero ahora mismo no se sabe bien si se está cargando al paciente o curándolo. Por lo pronto, los médicos más cualificados de su entorno le han dicho al curandero que suavice el tratamiento.