Julio Gutiérrez, EL PAÍS, 23/8/11
Cuenta Vasili Grossman cómo «para un enfermo crónico, en la ciudad sólo existen las farmacias y los hospitales, los ambulatorios y las comisiones de peritaje médico. Para un borracho, la ciudad está hecha de medios litros de vodka para compartir entre tres. Y para un enamorado, la ciudad se compone de las agujas de los relojes de la calle que marcan la hora de las citas, de los bancos en las avenidas, de las monedas de dos kopeks para el teléfono público». Es verdad. De las múltiples aristas que presenta la realidad, nuestra mirada sólo se posa en unas pocas. De igual forma, los periódicos que elegimos para ampliar la mirada más allá de lo que vemos como enfermos crónicos, borrachos o enamorados, suelen adolecer, por lo común, del mismo sesgo. Leemos, más bien, los periódicos que confirman nuestras convicciones y rechazamos aquéllos que puedan agrietarlas. La trampa -sin embargo, tan humana- del «sesgo de confirmación». En este sentido, ¿qué busca, por ejemplo, un lector del diario Gara («Somos») en el diario Gara?
Quizá lo primero que busque sea ese «somos», esa primera persona del plural, esa comunidad de referencia con su calor de invernadero, esa racionalidad colectiva. El «pensamiento grupal» que vertebra el diario desde las noticias de internacional hasta las de deportes, pasando por las del tiempo. En el periódico no hay lugar para la disonancia. Es más, a aquel lector que como individuo-ciudadano le brote una pequeña duda entre lo que lee y lo que ve, ya se encargará el diario de ahogarla en su papel de «vigilante del conocimiento»: no hay cosa peor que la traición y la deslealtad de la duda. Gara participa en una «guerra de fantasía». Bajo su mirada demediada, un «bando» es un dechado de virtudes; el otro «bando», el mal sin mezcla de bien alguno. Asimismo, encontramos en el diario tres características que, a decir de los expertos, explican el nacimiento y la persistencia de la violencia política nacionalista. A saber: una «subcultura de la violencia» que legitima el uso de la violencia como medio para resolver conflictos; unos «mitos de descendencia» que cimientan el sentimiento de pertenencia a una inmaculada comunidad ancestral, y, por último, una «narrativa de resistencia» que hace que un pueblo se identifique con un pasado de injusticias, luchas, agravios y persecuciones.
Un repaso diario de dónde posa su mirada Gara nos hace mirar ojipláticos a los heraldos de las paces cojitrancas. El Iván Grigórievich de Grossman, tras lo vivido, «veía en aquella ciudad lo que antes no había visto, como si su vida se hubiera mudado de un piso a otro. Sus ojos descubrían mercados callejeros, comisarías de policía, tabernas…Y el mundo que él había conocido había desaparecido en la cuarta dimensión». Mientras lo que Gara representa no mude su mirada de un piso a otro, nada habrá cambiado. ¡Pero hace tanto frío fuera del invernadero!
Julio Gutiérrez, EL PAÍS, 23/8/11