Francisco Rosell-El Debate
  • Ahí se cifra la madre del cordero del «escándalo» con quien, acumulando fajos de billetes en su residencia oficial y en otros butrones, abandonó el Tribunal Supremo más fresco que una lechuga bajo resguardo del partido y del Gobierno del que es cesante dentro de la estrategia de control de daños de Sánchez

En El hombre que ríe, Víctor Hugo advierte al lector con humor negro que «estás en un país donde el que corta un arbolito de tres años es conducido tranquilamente a la horca» al ser los grandes lo que quieren y los pequeños lo que pueden. Es verdad que, desde entonces, Francia ha abolido el patíbulo y restablecido la Justicia sin apellidos como para que el expresidente Sarkozy ingrese este lunes en presidio por dopar su campaña presidencial de 2007 con fondos libios del régimen del asesino Gadafi.

Al sur de los Pirineos, en cambio, sigue sin despejarse la nebulosa, tras la denuncia del comisionista/comisionado Aldama, de que la Venezuela del autócrata Maduro sufragó a Sánchez para encabezar la Internacional Socialista luego de su giro copernicano a raíz de la furtiva incursión en Barajas de la vicepresidenta Delcy Rodríguez quebrantando la prohibición de pisar suelo europeo por sus crímenes. Ello corrobora que «los fuertes hacen lo que pueden y los débiles sufren lo que deben», según anota Tucídides en su Historia de la Guerra del Peloponeso. De esta guisa, los ciudadanos devienen en súbditos a los que no le queda otra que el silencio o el monosilábico «sí» como si su deber –y su felicidad– estribasen en no razonar.

Valga este introito para subrayar el estupor con el «estupor» manifestado por el magistrado Leopoldo Puente, instructor del mal apodado «caso Koldo», al ser este un subalterno de «la banda del Peugeot» capitaneada por Sánchez, por el hecho de que el exministro y exsecretario de organización del PSOE, José Luis Ábalos, conserve su acta de diputado con esas imputaciones a su espalda. No obstante, tras su catilinaria, Puente lo dejó marchar, pese al riesgo de fuga, haciendo bueno lo que denunciara hace años el otrora presidente del Tribunal Supremo, Carlos Lesmes, de que hay disposiciones ideadas para «robagallinas», no para grandes defraudadores, por quienes prometen curar males superficiales recrudeciendo los nucleares.

Ateniéndose al preclaro dictum de Tomás Moro cuando su yerno le urgió a desembarazarse de un enemigo mortal y el Lord Canciller de Enrique VIII rehusó porque «por mi propia seguridad» le concedería a Satán el amparo de la Ley, el pasmo no deriva de que el magistrado suscribiera la petición del fiscal anticorrupción, Alejandro Luzón, renuente al arresto recabado por las acusaciones populares, sino al trasfondo de su auto. Al margen de si un juez está para despachar epístolas morales por plausibles que sean, en vez de concentrarse en poner coto a la podredumbre institucional, su moraleja interioriza inadvertidamente que la casta política dispone de patente de corso. Paradójicamente, su reconvención evidencia que la polilla de un Ejecutivo que indulta y amnistía sentencias carcome la división de poderes con Sánchez entronizado como «Yo, El Supremo» y su camarlengo en el Tribunal Constitucional, Cándido Conde-Pumpido, erigido en máxima autoridad judicial infringiendo la Carta Magna y mutando la Corte de Garantías en estrado de partido.

«Esto no es el Congreso», apercibió el instructor Puente a un lenguaraz Ábalos al que reprocha que, investigado por «muy graves delitos», ejerza al tiempo «altas funciones» de «control de la acción del Gobierno y la aprobación de normas». «Un buen motivo para la reflexión», desde luego, pero la requisitoria transparenta su impotencia ante el poder político. Porque, ¿cuál es la diferencia entre el preso provisional Cerdán y su antecesor en la jefatura del Estado Mayor socialista para que este último goce de libertad circunstancial siendo compinches de parejos delitos en la garduña del Peugeot? Sólo que el primero se equivocó al dimitir como diputado y el segundo se refugia, pese al suplicatorio, en ese burladero con el juez, asumiendo implícitamente lo dicho por Ábalos la víspera de verse las caras: «Si eres diputado, no te pueden privar de tu función con una prisión provisional» porque, «si no, estaríamos hablando de una dictadura». Dando por bueno lo que no lo es para que Pumpido no aborte la instrucción, ese pie forzado obligó ayer a Puente a mantener también en la calle al «machaca» Koldo García pese a acunarse en tablas y al peligro de huida. Pero lo peor es el puente de plata que sirve a Sánchez.

Ahí se cifra la madre del cordero del «escándalo» con quien, acumulando fajos de billetes en su residencia oficial de ministro y en otros butrones por hurgar, abandonó el Tribunal Supremo más fresco que una lechuga bajo resguardo del partido y del Gobierno del que es cesante dentro de la estrategia de control de daños de Sánchez. Lo repescó como diputado al ser un fusible que podía producirle un cortocircuito que lo friera como un pajarito y recolocó en jaulas de oro a quienes merodearon a su mano derecha para que no píen.

Si no de cuando acá, Ábalos habría prescindido del letrado que le aconsejó colaborar para contratar al exfiscal Carlos Bautista, abogado de oficio de por medio para reventar su citación. Dado que el felipismo aventó la polvareda de Filesa por no saldar su deuda con su contable chileno, el sanchismo palía viejos errores para salvaguardar viejos vicios que comprometen al jefe de «la banda del Peugeot». Entre tanto, su ama de llaves Armengol trapichea el reglamento del Congreso para rebajar la mayoría absoluta que raspa Sánchez por si el juez rectifica y Ábalos va al trullo.

Con artimañas como las de las leyes de transitoriedad separatistas del 1-O en Cataluña, Sánchez pone sitio a la cúpula judicial y hace saltar las alarmas con alertas como la del Consejo de Europa contra la elección partisana del Consejo General del Poder Judicial y que sus pontífices sean la alargadera del Ejecutivo imposibilitando que un presidente acabe entre barrotes como Sarkozy. Para ello, aplica «guillotina seca» que mata sin que brote sangre al bastar, según el jurisconsulto alemán Kirchmann, «tres palabras del legislador para destruir bibliotecas enteras». Si Chávez para ser impune construyó un traje de madera al Tribunal Supremo al cabo de cinco años, Sánchez acaricia esa posibilidad sobre el puente de la huera coda del juez Puente. En la antípoda de Tomás Moro, ‘Mefistófeles’ Sánchez no teme que el demonio se revuelva contra él tras venderle su alma porque ya es el diablo mismo, aunque persuada de su inexistencia, parafraseando a Baudelaire, el poeta de «las flores del mal».