Julio Gutiérrez, EL PAÍS, 28/6/2011
Me niego a creer que el euskera sea sólo esa comunidad imaginada euskaltzale. El amar una lengua y una cultura no conlleva una cosmovisión nacionalista de obligatoria observancia. De hecho, son muchos, lo sé, los que se duelen de esa equivalencia entre euskaltzale y abertzale.
El mimofante es una criatura imaginaria creada por el escritor Arthur Koestler para dar cuenta de aquellos seres dotados de la sensibilidad de la mimosa para uno mismo y de la piel y la brutalidad del elefante para con los sentimientos de los demás. A este respecto, el euskera de nuestros días, hay que decirlo, podría ser considerado un mimofante, pues si bien a lo largo de la pasada dictadura sufrió, qué duda cabe, las inclemencias de un castellano mimofante con respecto a su suerte, en las últimas décadas cambiaron las tornas. Ahora, el euskera ostenta la primacía simbólica. Así, todas las decisiones encaminadas a su uso se consideran normales, de suyo van. En cambio, cualquier intento, si es que hay alguno, de colocar en pie de igualdad a ambas lenguas coloca al mundo del euskera en un grito. Diríase que las pretéritas afrentas legitimasen las presentes y las por venir.
Hace unos meses, el profesor de la Universidad de Lovaina Philippe Van Parijs, al ser preguntado acerca de la convivencia lingüística en Bélgica, decía: «Es un bilingüismo muy asimétrico. En la mayoría de los encuentros entre flamencos y valones se habla francés. Este pequeño proceso que nace de la amabilidad tiende a llevar a la agonía de las lenguas más débiles. La amabilidad de la gente, que quiere comunicarse entre sí, lleva al exterminio de las lenguas». Lo sostenido por nuestro profesor, la teoría del maleducado como salvaguarda de la lengua, podríamos decir, ha hecho fortuna por estos lares, donde no es raro escuchar palabras parecidas. Se trataría, en definitiva, de ser un grosero para ser un buen euskaltzale. Con todo, me niego a creer que el euskera sea sólo esa comunidad imaginada euskaltzale. El amar una lengua y una cultura no conlleva una cosmovisión nacionalista de obligatoria observancia. De hecho, son muchos, lo sé, los que se duelen de esa equivalencia entre euskaltzale y abertzale. El porqué en la opinión publicada hacen tan poco uso del euskera para mostrar su desacuerdo con esa unción -con el indudable valor simbólico que ello tendría-, es algo a lo que ellos mismos habrán de dar respuesta.
Sé bien de la existencia de otro euskera. Ese que bajó de los caseríos de las montañas a nuestras ciudades, ese habla sencilla y campesina de embriagadora musicalidad de nuestras viejas Maritxus. Maritxus sin escolarizar que se sonrojan cuando, arrastradas por ese hermoso pequeño proceso que nace de la amabilidad de la gente que quiere comunicarse entre sí, tiran de su rudimental castellano perlado de infinitivos. En ese momento, el mundo se les vuelve en blanco y negro, en ese alzhéimer que es la carencia de palabras con las que nombrar las cosas, hasta que les fluye su euskera de color. Al otro euskera mimofante, le diría lo que Camus a su amigo alemán: «No nos justifica cualquier amor. Eso es lo que les pierde a ustedes».
Julio Gutiérrez, EL PAÍS, 28/6/2011