Iván Igartua-El Correo

Catedrático de Filología Eslava (UPV/EHU)

  • Ucrania representa el frente europeo oriental ante la voracidad imperialista de Moscú. Los ucranianos defienden con sus vidas nuestro modelo de convivencia

Cualquier otro resultado de la cumbre entre Trump y Putin habría sorprendido a propios y extraños. La cita, calificada al instante de histórica, aunque no vaya a pasar a la historia salvo tal vez por haber servido para rehabilitar diplomáticamente al autócrata ruso después de tres años y medio de aislamiento por la invasión de Ucrania, era la gran apuesta de Trump para sacudirse la presión que él mismo se había impuesto al establecer plazos y ultimátums para un alto el fuego.

Una confluencia nada edificante de intereses -el de Trump por seguir alimentando su perfil sobrevenido de pacificador universal y el de Putin por sortear las nuevas sanciones económicas con las que le venían amenazando- forzó un encuentro cuyas expectativas fueron atenuándose con el paso de los días desde la Administración estadounidense, hasta quedar en mera toma de contacto, algo para lo que seguramente no hacía falta tanta alforja (ni tanto agasajo). Pese a ello, un enorme lema ‘Pursuing peace’ presidió la reunión, objetivo que, a juzgar por la posición manifestada por la delegación rusa, se diría exactamente tan alejado hoy como antes del chasco alasqueño.

Resulta, con todo, difícil imaginar qué fue lo que en realidad impulsó al Gobierno de EE UU a escenificar un simulacro de conversaciones de paz cuando las señales provenientes del Kremlin apuntaban a la inamovilidad absoluta de sus planteamientos, incluida su inevitable apelación, cansina y falaz, a las «raíces profundas» del conflicto, sin cuya resolución no ven posible ningún avance hacia la paz. Los contactos telefónicos de los últimos meses no hacían esperar nada esencialmente nuevo, como pudo comprobar Emmanuel Macron a comienzos de julio en una llamada que suscitó polémica. Putin no ha variado su postura, ni lo hará, a menos que se vea realmente obligado a ello.

Como se ha visto estos días, la agresión a Ucrania seguirá su curso hasta alcanzar los fines perseguidos, que pasan por la anexión de los territorios orientales (sobre todo las regiones del Donbás pero también las que conectan estas con Crimea), cierto grado de desmilitarización de Ucrania, condición necesaria para el éxito de futuros ataques, e incluso -aunque no sea inmediata- la propia disolución del país en tanto entidad independiente, obsesión última de Moscú. El jersey que lucía el ministro ruso de Asuntos Exteriores a su llegada a Anchorage lo decía todo en cuatro letras, toda una declaración de intenciones.

Lo perverso del caso es que Putin se anota la foto del regreso a la relación diplomática con Occidente sin ceder un ápice en sus exigencias merced a un presidente estadounidense dispuesto a escuchar más al agresor que a la víctima. Por ello, el fiasco de Alaska lo ha sido para el mundo libre; no, desde luego, para la Rusia oficial, que aplaudió a rabiar un encuentro que interpretó enseguida como una gran victoria parcial.

Aún es pronto para saber si la reunión de Washington entre Trump, Zelenski y varios líderes europeos va a poder alterar sustancialmente el panorama, porque lo que ahora mismo está en el horizonte trumpiano es el esquema diseñado por el Kremlin para una posguerra a su medida. La cesión de territorios a cambio de garantías de seguridad futuras, de momento muy difusas, podría ser eventualmente aceptado por Kiev siempre y cuando la operación no signifique plegarse a los máximos demandados por Putin.

Trump se ha cuidado mucho de no mencionar más que Crimea, que no pocos ucranianos consideran perdida desde hace tiempo. El problema está en el resto de zonas entera o parcialmente ocupadas por el ejército ruso. La negociación, si es digna de tal nombre, tendrá que incluir alguna renuncia significativa por parte de Moscú, que a día de hoy no se atisba.

Para Europa, que previsiblemente seguirá apoyando a Zelenski con la única fisura de Hungría, la defensa de la soberanía y la integridad de Ucrania pese a los devaneos de Trump es (y debe ser) una cuestión de principios fundamentales. Pero es que, además, Ucrania representa el frente europeo oriental ante la voracidad imperialista de Moscú. En el fondo, son los ciudadanos ucranianos los que están defendiendo con sus vidas nuestro modelo de convivencia, basado en la democracia, el Estado de Derecho y las libertades civiles, todo aquello que la Rusia actual detesta y por ende ha decidido amenazar.

A la espera de lo que ocurra en las próximas semanas, el encuentro multilateral de Washington ha tenido al menos un efecto positivo: la presión vuelve sobre el tejado del Kremlin, que tiene que responder, entre otras cosas, a la propuesta de reunirse con el presidente ucraniano, al que Putin niega legitimidad y a quien, por cierto, quiso asesinar. Después de su desplante cervantino en Alaska («requirió la espada, miró al soslayo, fuese, y no hubo nada»), las esperanzas en relación con esa cita tienden en principio a cero. Pero todo dependerá en buena medida del enésimo giro de guion con que nos sobresalte Trump.