NACHO CARDERO-EL CONFIDENCIAL
- Durante la pandemia, las grandes compañías españolas se han visto obligadas a desempolvar el cuchillo jamonero y cortar la paletilla
Nuestra armada empresarial dista de ser invencible. Más bien adolece de fragilidad crónica. Una vulnerabilidad que queda oculta cuando navega a favor de ciclo, pero que se destapa en toda su crudeza cuando se ve sacudida por las tempestades económicas.
Durante la pandemia, las grandes compañías españolas se han visto obligadas a desempolvar el cuchillo jamonero y cortar la paletilla. La venta de activos se ha acelerado en los últimos meses y tomará velocidad de crucero según nos vayamos acercando al precipicio de las insolvencias empresariales, en línea con las recientes advertencias realizadas por el expresidente del BCE, Mario Draghi: «El problema es peor de lo que parece».
En esta estrategia de deshacerse de ‘joyas de la corona’ para capear el temporal, se enmarcan los golpes de efecto de dos de nuestras compañías emblemáticas: la venta de las torres de Telefónica a American Tower Corporation (ATC) por 7.700 millones de euros, operación estrella de Álvarez-Pallete, aplaudida por los analistas al permitir reducir deuda en unos 4.600 millones, y la de la filial estadounidense de BBVA al grupo PNC por casi 10.000 millones.
En el ecosistema empresarial, hay depredadores y presas, tigres y bueyes, y las compañías españolas, salvo excepciones, son lentas como bueyes
Las fusiones, tanto las que ya se han producido como las que están en ciernes, obedecen a una lógica similar: la necesidad de soltar lastre para ser más competitivo en un escenario incierto y volátil. Uniones que, por simple cuestión de aritmética, aminoran el número de grandes empresas españolas. De seguir a este ritmo, al Ibex 35 no le quedará más remedio que pasar a denominarse Ibex 15. Ahí están las fusiones financieras, caso de CaixaBank-Bankia y Unicaja-Liberbank.
Movimientos positivos en el corto plazo, que animarán las cotizaciones y que se repetirán en compañías de similar rango para surfear este caótico 2021, pero bajo los que subyace una profunda debilidad. En el ecosistema empresarial, hay depredadores y presas, tigres y bueyes, y las compañías españolas, salvo excepciones, son lentas como bueyes.
Las empresas españolas no compran sino que son compradas. Como muestra, la oferta lanzada por el fondo australiano IFM Investors para hacerse con el 22,689% de Naturgy, antigua Gas Natural Fenosa. Una operación que despierta las suspicacias del Gobierno español, pues implica que tres fondos de fuera de la Unión Europea posean más del 50% de una compañía que gestiona activos estratégicos como son las redes de gas. Caso igual de delicado es el de la entrada de la francesa Vivendi en el Grupo Prisa.
No hay que olvidar que, por culpa del coronavirus y al rebufo de ese tufillo proteccionista que se respira en las grandes economías —ahí están los culebrones de Carrefour en Francia o AstraZeneca en Reino Unido—, el Gobierno de España tiene derecho de veto sobre cualquier inversor extranjero de fuera de la Unión Europea que pretenda hacerse con más del 10% del capital de compañías consideradas estratégicas, como las de los sectores de telecomunicaciones, banca, eléctricas, infraestructuras y medios de comunicación.
Desde mínimos de la crisis (marzo de 2009), el Ibex 35 ha subido un 107%, frente al 280% del Dax alemán o el 1.170% del Nasdaq
Tampoco pueden superar dicho porcentaje aquellos grupos que, aun teniendo su sede en la UE, tuvieran un 25% de su capital en manos de inversores foráneos. Una forma de solventar con política lo que no se puede solucionar por la vía de la cuenta de resultados.
El selectivo español, ni es selectivo ni es español. La composición sectorial del Ibex refleja el ocaso de una gran empresa que nunca terminó de ser grande del todo y tiene casi lo mismo de español que de latinoamericana. Son en su mayoría compañías ‘ex growth’, esto es, compañías que, después de haber tenido un crecimiento sustancial en el pasado, ahora no ofrecen perspectivas de revalorización. Se han quedado viejas y oxidadas.
Según los cálculos realizados con índice de retorno total —de otro modo, resultarían magnitudes no equiparables, pues los índices habituales no descuentan los dividendos—, España se encuentra en el pelotón de cola de las bolsas mundiales. Desde mínimos de la crisis financiera (marzo de 2009), el Ibex 35 ha subido un 107%. Puede parecer mucho, pero el guarismo queda irrisorio cuando miramos el EuroStoxx 50 (178%), el Dax alemán (280%), el Nikkei japonés (392%), el S&P 500 (597%) o el Nasdaq (1.170%).
Solo salimos bien parados cuando nos comparamos con otras bolsas vecinas, como la francesa o la portuguesa, que arrastran los mismos vicios que la española, con empresas carpetovetónicas que llegan tarde a los procesos de digitalización y transición ecológica y que se encuentran a años luz de ser ‘campeones mundiales’. Parafraseando a Alfonso Guerra, al Ibex pospandémico no lo va a reconocer ni la madre que lo parió.