Empujada, perseguida, zarandeada, golpeada y escoltada por la policía. Así salió la nadadora Riley Gaines de su conferencia en la Universidad Estatal de San Francisco del pasado 7 de abril en la que denunció la discriminación que sufren las mujeres por la inclusión de atletas trans en sus categorías.
Señalar que el rey va desnudo cuando se trata de cuestiones relacionadas con la transexualidad sale caro porque, como en el caso del rey Midas, todo lo que tocan los activistas se convierte en un nuevo derecho. Pero el deporte es cada vez más sensible a la deformación de la realidad de la doctrina trans.
Hoy, son las atletas las que están asumiendo el coste de pronunciarse, cuando deberían ser los legisladores los que se responsabilizaran de las consecuencias de sus leyes.
El método científico pretende que sus resultados respondan a la realidad. Por eso es fáctico y por eso debe ser reproducible. Cualquier persona, en cualquier lugar, debe obtener los mismos resultados si la prueba se realiza de la misma forma. Cuando los resultados de un experimento no se repiten fuera del laboratorio, algo ha fallado en el proceso. O la hipótesis de base no era correcta.
Algo de método científico vendría bien para cuestionar esas leyes que afirman que un hombre puede ser considerado mujer sólo por su mera voluntad.
Alguien que sí está levantando la voz es Riley Gaines, que compitió (y perdió) contra Lia Thomas, la nadadora transgénero de 23 años que ha batido todos los récords de mujeres en la Universidad de Pensilvania.
Gaines ha denunciado no sólo la desventaja que supone para ellas competir contra Thomas, sino también la incomodidad de compartir vestuario. Pronunciarse en contra de la presencia de mujeres trans en los deportes femeninos le ha costado a Gaines pasar tres horas encerrada en una habitación para escapar de una turbamulta que la perseguía tras su conferencia en la Universidad Estatal de San Francisco.
La universidad, ¡ese refugio para las mentes abiertas y el pensamiento crítico!
La realidad del deporte, frente a las legislaciones que hablan de reafirmación de la identidad «sentida», es la de una competición en condiciones de igualdad. Y el principio que garantiza esa igualdad es la biología de los deportistas, no su voluntad.
Y eso implica un choque entre la realidad y el laboratorio.
En este conflicto no hay una conspiración transfóbica ni un deseo de condenar a las personas trans a las periferias de la vida. Es legítimo que las mujeres trans aspiren a que se protejan sus derechos fundamentales y, por supuesto, a poder participar en cualquier deporte. Pero ese objetivo no se logrará creando una apariencia prêt-à-porter que deforme la realidad hasta, por ejemplo, defender el despropósito de que las mujeres trans «sufren más el tabú sobre la menstruación que el resto de las mujeres».
Las leyes trans están saliendo de un Parlamento convertido en laboratorio jurídico dedicado a experimentar bajo condiciones artificiales y ad hoc que sólo funcionan en el mundo virtual del voluntarismo. Gaines emplaza a esos neolegisladores a que reconozcan que la realidad impone sus propios límites.
Esos neolegisladores tratan a las sociedades del siglo XXI como una comunidad amorfa de seres confundidos a la espera de leyes mesiánicas que les rescaten de su primitivismo. No deberían. Sobre todo, cuando ese objetivo choca con las verdades irrefutables de la biología. Las que ellos niegan.