EL MUNDO 31/03/15 – JESÚS-MARÍA SILVA SÁNCHEZ, Catedrático de Derecho Penal y Abogado
Solsona es una pequeña ciudad del interior de Cataluña. Situada en el centro de una comarca boscosa y fresca, se diría que es un lugar ideal de veraneo. Y, en efecto, resulta más que recomendable pasear por las calles de su bello centro histórico, visitar su notable catedral y adentrarse en las salas de su museo diocesano, en el que se halla una buena representación de tablas y tallas del románico y del gótico de la región. En las últimas elecciones municipales, las de 2011, en las que se registró un 62,5% de participación, 1.884 votantes se inclinaron por Esquerra Republicana de Catalunya, 1.205 por Convergència i Unió, 302 por el Partit del Socialistes de Catalunya, 221 por una candidatura de extrema izquierda y 143 por el Partido Popular.
Con ocasión de las pasadas fiestas de carnaval, en las tranquilas y evocadoras calles de Solsona aparecieron carteles en los que se decía (en catalán, en el original): «Solsona. Carnaval fascista y paramilitar 2015», «Ven a matar españoles en un ambiente festivo, pacífico y familiar». Todo ello ilustrado con la imagen de una mujer que, nada divertida, apunta al espectador con una pistola. En el mismo contexto, durante la rúa del carnaval se produjo la aparición de un grupo de individuos perfectamente identificables como militares o paramilitares con banderas españolas que disparaban (afortunadamente sin balas) al público. Pero inmediatamente llegó el «Rei Carnestoltes», esto es, el rey del carnaval que, ataviado con una bandera independentista a modo de capa, disparó (también sin balas) a los agresores, que quedaron definitivamente eliminados.
El artículo 510.1 del Código penal establece que «los que provocaren a la discriminación, al odio o a la violencia contra grupos o asociaciones, por motivos racistas, antisemitas u otros referentes a la ideología, religión o creencias, situación familiar, la pertenencia de sus miembros a una etnia o raza, su origen nacional, su sexo, orientación sexual, enfermedad o minusvalía, serán castigados con la pena de prisión de uno a tres años y multa de seis a 12 meses». ¿Se puede sostener la existencia de una provocación al odio contra los españoles (léase: no contra quienes lo son –expresión que incluye a quienes realizaron el cartel– sino contra quienes se sienten tales) en el cartel de Solsona?
La teoría de los actos de habla, que debemos al filósofo británico John L. Austin, y constituye uno de los desarrollos más relevantes de la filosofía del lenguaje, distingue entre la dimensión locucionaria de un acto de habla (es decir, su contenido proposicional), su dimensión ilocucionaria (que se refiere a la pretensión del emisor) y su dimensión perlocucionaria (que alude a los efectos o consecuencias sobre los receptores del mensaje). Pues bien, dejando al margen el contenido proposicional de las frases contenidas en el cartel, ¿cuál era la pretensión de quienes lo elaboraron? En términos explícitos, invitar a intervenir en el homicidio de españoles. Naturalmente, en su homicidio figurado, simbólico, no fáctico. De lo contrario, no estaríamos tratando aquí del art. 510, sino del art. 18.1 en relación con el 138 o 139, todos del Código penal.
Esto es, de la provocación al homicidio: la incitación por medio de la imprenta a la perpetración del referido delito. En cuanto a los efectos sobre los que vieran el cartel, también hay alguno (entre otros que aquí no vienen al caso) bastante evidente: que matar españoles –en sentido figurado o simbólico, claro– es un acto perfectamente compatible con la vida familiar –se invita a acudir con los niños–, con la paz y la fiesta. Pues bien, si matar españoles es armoniosamente compatible con lo mejor de la vida: la paz, la familia y la fiesta, entonces es que ellos constituyen lo peor de la vida. No parece fácil expresar de modo más plástico la exclusión del otro, su no reconocimiento como persona.
Desde la perspectiva concreta de cualquiera de los niños asistentes, lo que permite que un mismo horizonte interpretativo comprenda, simultáneamente, estar con sus padres, divertirse y participar pacíficamente en la matanza de españoles no puede ser sino la asunción de que los españoles –sus convecinos que se sienten españoles y a los que les da por poner en el balcón una bandera de España en lugar de una catalana o, mejor aún, de una estelada– son la fuente de todos los males. Una fuente que, por ello mismo, resulta digna de odio, de un odio manifiesto, de un odio que puede y debe ser manifestado. Según el diccionario, odio es «antipatía y aversión hacia algo o hacia alguien cuyo mal se desea». ¿Y hay mejor forma de manifestar el odio a alguien de modo simbólico o expresivo que matarlo (en términos simbólicos o expresivos)? Ciertamente sí: matarlo en términos fácticos, de verdad.
A la hora de valorar el contenido del cartel de Solsona puede ser útil sustituir el objeto de la acción (simbólica) que se invita a realizar: «españoles», por otros objetos posibles de la acción de matar. Así, por ejemplo: «Ven a matar maricas en un ambiente festivo, pacífico y familiar»; o «ven a matar moros en un ambiente festivo, pacífico y familiar»; o, en fin, «ven a matar negros en un ambiente festivo, pacífico y familiar». Pero cualquiera de esos tres carteles sería incompatible con el mínimo ético de la vida en común en sociedad (el mínimo ético que, por cierto, solemos llamar así: Derecho penal, ¿no es cierto?) Bien, hasta aquí los hechos y una valoración extrajurídica de éstos. Quid iuris?
La Fiscalía de Lérida ha iniciado una investigación sobre lo acontecido y en particular –imagino– sobre el texto y los autores del cartel, cuya identificación auguro no fácil. Lo cierto es, sin embargo, que ni la doctrina penalista ni la jurisprudencia se han mostrado especialmente complacientes con el texto del art. 510 CP. De la poca jurisprudencia del Tribunal Supremo existente hasta la fecha sobre este delito es destacable la importante STS 259/2011, de 12 de abril. Ésta interpreta el término «provocación» como «incitación directa» a la comisión de hechos mínimamente concretados de los que pueda predicarse la discriminación, el odio a la violencia contra los referidos grupos o asociaciones, de modo que quepa hablar de un «peligro cierto» para éstos. En esta línea, un sector de la doctrina (Alcácer Guirao) trata de restringir el alcance del tipo a los casos en los que «la incitación al odio se realizara en tales condiciones y con tal intensidad que, aunque no existiera una incitación directa a la violencia, fuera previsible la realización inminente de actos lesivos para miembros del grupo social concernido».
Es cierto, con todo, que en la Alta Jurisprudencia anterior se puede advertir la asunción de otras perspectivas que en absoluto requerirían para la realización del delito un riesgo inminente de lesiones físicas. Así, por ejemplo, en la Sentencia del Tribunal Constitucional 214/1991, de 11 de noviembre (caso Violeta Friedman); o en la doctrina del Tribunal Europeo de Derechos Humanos (sentencias de 16 de julio de 2009 –caso Féret c. Bélgica– y de 20 de abril de 2010 –caso Jean Marie Le Pen c. Francia–).
A mi juicio, resulta bastante problemático presentar el delito del art. 510 CP como un delito de peligro para la seguridad física de las personas integrantes de los grupos concernidos. Ni su texto, ni su historia, ni su ubicación sistemática permiten argumentar en ese sentido. Más bien parece que se trata de proteger la dignidad y el derecho a la igualdad de tales personas con el resto de los ciudadanos; en otras palabras, su derecho a ser reconocidas como un alter ego digno de respeto incondicionado. Por ello, no creo que pueda aplicarse aquí aquello que ha sugerido algún reputado colega para otros casos, ciertamente no similares: a saber, aplicar el refrán «a palabras necias, oídos sordos». Creo, por el contrario, que existen razones jurídicas plausibles para sostener que la invitación a manifestar el odio mediante actos de homicidio simbólico de aquél cuyo mal se desea –como en el cartel de Solsona– realiza el tipo delictivo del art. 510 del Código penal. Pero en la misma línea también puede esgrimirse la sabiduría popular de otro refrán: «Tanto va el cántaro a la fuente, que al fin se rompe».
Jesús-María Silva Sánchez es catedrático de Derecho Penal y abogado.