José Antonio Zarzalejos-El Confidencial
A partir del discurso del Rey, los acontecimientos se precipitaron porque el jefe del Estado no habló a humo de pajas, sin asesoramientos, sin largas conversaciones y profunda meditación
El trascurso del tiempo permite ya valorar con más tino la importancia y corrección del discurso del Rey. Sus palabras fueron las que un Estado agredido precisaba para concitar voluntades de defensa y autoestima. Y no eran compatibles con la mezcolanza de conceptos: era preciso adueñarse del lenguaje terminante para conectar con el sentimiento más generalizado que atribuye a las autoridades de la Generalitat de Cataluña todas las infracciones y deslealtades a las que aludió Felipe VI sin dejarse ni una sola en el tintero.
Nadie había hablado con tanta claridad y nadie, en consecuencia, conectó mejor con una sociedad —la española— con la autoestima por los suelos después del aciago 1 de octubre en Cataluña. Sí, hubo errores; sí, hubo cargas policiales excesivas; sí, el Gobierno se confundió, pero la incompetencia gubernamental no atenuaba ni un ápice las responsabilidades de los secesionistas, que el jefe del Estado explicitó comenzando un nuevo relato de los acontecimientos. Se vio en el Rey esa determinación tan difusa en otras instancias, tan perezosa en mostrarse, tan remolona en hacerse presente.
A partir del discurso del Rey —en el que Felipe VI se ganó la Corona que se había puesto en almoneda por los impulsores de ‘soluciones’ subversivas para Cataluña—, los acontecimientos se precipitaron porque el jefe del Estado no habló a humo de pajas, sin asesoramientos, sin largas conversaciones y profunda meditación. Al día siguiente de su intervención, le secundó el mundo empresarial catalán con una fuga masiva de sus sedes desde Barcelona a distintos puntos de España, haciéndose presente para los separatistas el principio de realidad que han venido desconociendo imprudentemente.
Impensable pero cierto: en la franja oriental de Aragón, largas colas para abrir cuentas bancarias y mover depósitos. Una parte de la Cataluña más auténtica, más imbricada con el país, se acogía a la opción-refugio de Madrid, Alicante, Palma o Zaragoza. En la Ítaca independentista hay espacio para la épica, la fantasía, pero difícilmente para la realidad.
El empuje de Ciudadanos —que experimenta en las encuestas, publicadas o subrepticias, un notable incremento en la intención de voto—, en combinación con el sentido de la responsabilidad de un hombre que ha cantado las verdades del barquero a sus paisanos, Josep Borrell, logró el domingo que la bandera de España perdiese sus estigmas y normalizase su presencia en el espacio público y compitiera con cualquier otra.
Y el discurso del socialista catalán Borrell —sin complacencias a la masa enfervorecida, con sentido pedagógico, con una gran capacidad dialéctica para articular reflexiones de progreso, superadoras de los alegatos hueramente nacionalistas— consiguió que la gran manifestación de Barcelona visualizase a los transparentes catalanes —y españoles de otros lares— que en el epicentro de los lugares icónicos de las diadas opusieron civilizadamente su palabra, superando la espiral de silencio en la que la Cataluña del ‘procés’ estaba introduciendo a millones de sus ciudadanos.
Todas las crisis tiene sus hombres —la aportación de Vargas Llosa fue también significativa, pero de otra naturaleza—, y en esta que aún está por terminar (acaso acaba de empezar) tiene dos que pasarán a la historia: Felipe VI y Josep Borrell.
Ambos por razones muy distintas pero igualmente valiosas. Con un denominador común: el Rey no se achicó a la hora de describir con trazo firme la situación que vivimos, ejerciendo con entereza la Jefatura del Estado, y Borrell, un socialista de trayectoria dilatada, no se acomplejó ante la bandera española que tanto perturba a la izquierda, la asumió y articuló, enarbolando la de la Unión Europea, un parlamento que debería transcribirse y publicarse como un apéndice imprescindible a su libro ‘Cuentas y cuentos del independentismo’, una pieza ensayística imbatible.
España ha encontrado dos intérpretes —cada cual a su modo— para su peor crisis constitucional. Ha comenzado el relato alternativo y ambos han redactado los dos primeros capítulos. Tenemos Rey para rato, y Borrell —miembro del PSC— debería ser algo más que una referencia porque se ha ganado por méritos propios una relevancia política cincelada en la competencia técnica, la valentía personal y el cultivo del sentido de la verdad y de la justicia.