Su discurso se apaga A los adeptos menos asilvestrados de Mas ya empieza a alcanzarles la sensación de ridículo.
Hay quien tiene a Mas por loco, pero su alejamiento de la realidad es en todo caso compartido. Los delirios vienen espoleados, como sabemos, por el marketing emocional, contribuyendo no poco al enajenamiento los sesgos cognitivos de un pensamiento grupal hermético. Luego están esas gentes del común que razonan: si un señor que parecía tan serio ve posible el paraíso catalán –en la abundancia, dentro de Europa, sin España que nos roba, y hasta aumentando nuestra esperanza de vida–, será que es verdad.
Corona la tarta una guinda de ganapanes «de la cultura» que, como buenos intelectuales, creen llegado el momento de pronunciar palabras para el mármol. Hay que dejar constancia de que somos de los suyos, es decir, de los nuestros. Sólo que el mármol no se abre a cualquiera, y a poco que se aguce el oído, uno oye lo de siempre: «¿Qué hay de lo mío? ¿En lo del Estado propio, yo dónde mojo exactamente?». Y otros mensajes edificantes. Si su grandilocuencia fuera sincera, los catalanes, reñidos con la solemnidad, nos desternillaríamos de risa. Pero al brotar con tanta falsedad, al buscar tanto el níquel, lo aprobamos. Cosas nuestras, qué quieren. Cataluña es así, no la he inventado yo.
En general, los nuevos catalanistas se distinguen porque ya no hablan como catalanes sino como actores de doblaje sobreinterpretando a Mel Gibson. Ahí no les ha seguido el PSC, falto de oído, por eso los de Pere Navarro no tienen nada que hacer por mucha asimetría que le propinen al federalismo y por muchas acusaciones de centralismo que le lancen a Rajoy. Están despistados. No cuenta ya el mensaje sino el código, y el de los nuevos separatistas admite castellano y catalán. En el primer caso, basta con subrayar que no eres digno de entrar en la casa de Mas, pero que una palabra suya bastará para sanarte de tu cochambre. Si emites en catalán, no es menos doloroso: olvida a Pla y asume el pobre léxico y la retorcida semántica de TV3. Una desgracia para el idioma.
De ahí que el primer error del presidente de las fronteras no sea político ni jurídico, sino estético. Su proyecto aventurero, que comporta saltarse las leyes, requiere ardor. En Pla no hay ardor, pero siempre cabía acudir a las Cròniques bajomedievales. Nada. A la envolvente prosodia catalana prefieren una especie de traducción de Braveheart. Por eso tienen tanto éxito entre los supervivientes de la psicoestética, aquella corriente modista y peluquera de los años sesenta, tenida por filosofía entre sus seguidores y núcleo hoy del más radical independentismo catalán.
A los adeptos menos asilvestrados de Mas ya empieza a alcanzarles la sensación de ridículo. Sobre todo tras el cartel electoral, que comparan con un Moisés, pero que a mí me recuerda a aquel hipnólogo, el doctor Fassman, o al ilusionista David Copperfield. El sentido del ridículo tiene tarde o temprano que imponerse; siempre había sido un atributo muy catalán.
Imagino ese día como la famosa escena de «El perfume», cuando la vergüenza se apodera de los cuerpos desnudos, ante el patíbulo, al desvanecerse los efectos de la esencia que enajena y enamora, valga la redundancia. Entonces regresará la prosodia sosegada que jamás debió bastardearse, y se desentenderán los ganapanes: «¿Artur qué…? ¿Quién es ese?» Le van a hacer un San Pedro.
Mientras tanto, es fascinante observar a los equilibristas. Un día dan por hecho que Mas es imparable y se inflaman y corren a posar detrás del elegido. Al otro, se despiertan más centrados y musitan: España no nos quiere. No sabes si salir corriendo o darles un abrazo.
Juan Carlos Girauta, ABC 11/11/12