Soportar chalados tóxicos, indeseables morales, activistas oscuros y otros sujetos nefastos en redes sociales no es distinto a soportarlos en la vida en general, incluso en las más altas responsabilidades
La ofensiva en marcha contra la libertad de expresión ha anunciado la persecución de los “delitos de odio” en las redes sociales. Que el anuncio parta de una Fiscalía al servicio incondicional del Gobierno, muda y pasiva ante verdaderos delitos que claman al cielo, aclara lo que está en juego: reprimir la oposición y disidencia bajo la excusa moral de erradicar el odio.
Prohibido odiar por orden de la autoridad
Las imposibles erradicaciones de la violencia o el sufrimiento son la manía favorita de la época, y tienen la enorme ventaja de permitir y justificar cualquier disparate y tropelía, de negar la naturaleza biológica del sexo a justificar la inflación ilimitada de tecnocracias idiotas que prohíben infinidad de cosas por nuestro bien. Pocos osamos hoy defender la necesidad ética de odiar algo o a alguien. Me temo que la gran Concepción Arenal podría ser acusada de delito de odio por la Fiscalía de Sánchez por su máxima de “odia al delito y compadece al delincuente”. Contradiciendo cien mil años de experiencia humana, odiar ha devenido tara psicológica o delito político.
¿Qué está pasando exactamente con el odiado odio? El Gobierno de admiradores de Maduro cree posible reprimir a una opinión pública cada día más levantisca centrando los disparos y perros de guardia en cualquiera que pueda ser acusado de odiar algo que el Gobierno prohíbe odiar, comenzando por el Gobierno mismo. No es un caso aislado en Europa. El odio oficial al odio también se ha convertido en el Reino Unido en fábrica del relato a favor de la censura gubernamental, según avisa el popular actor conocido como míster Bean. El peligro es que haya demasiada gente convencida de que odiar está tan mal que también se prohíba a sí misma odiar la censura impuesta.
Basta con una minoría activista organizada, la que protesta contra el turismo, y medios de comunicación dispuestos a servir de machacona cámara de resonancia del mensaje hasta lograr el milagro de convertir la fobia marginal en lo que piensa la mayoría
Para entender cómo funciona fijémonos en la turismofobia; arrasa en los medios de comunicación, pero contradice dos hechos objetivos: el récord absoluto e histórico de turistas en España, y la aceptación generalizada del turismo excepto en minorías que lo rechazan por distintos motivos, desde la intolerancia hacia los desconocidos al odio al capitalismo (este sí tolerado y cultivado).
Un estudio reciente muestra que entre el 6% y el 12% de la población española rechazaría el llamado turismo masificado, aceptado (y practicado) por el 69%. ¿Cómo es posible que el relato choque con el dato? Porque la misión del relato como posverdad o verdad alternativa es contradecir el dato y diluirlo en un excitante estado emocional de superioridad moral, hasta convertirlo en opinión de la mayoría. Basta con una minoría activista organizada, la que protesta contra el turismo, y medios de comunicación dispuestos a servir de machacona cámara de resonancia del mensaje hasta lograr el milagro de convertir la fobia marginal en lo que piensa la mayoría. Insistiendo todos los días por tele, papel y radio, la gente acabará convencida de que algo hay que hacer para acabar con esos abusos del turismo que, hasta ahora, no habían pasado de molestias triviales en la vida cotidiana (debidamente compensadas por el turismo propio).
Con la denuncia gubernamental de los delitos de odio en redes sociales también se persigue que la gente admita que algo habrá que hacer contra esos enfermos de odio, responsables últimos de los peores males. El arte consiste en lograr, como en el caso del terrible infanticidio de Mocejón a cargo de un vecino desequilibrado, que la opinión pública traslade la culpa del homicida a los acusados de cometer delitos de odio contra sospechosos del caso en redes sociales. En un alarde de la falacia post hoc ergo propter hoc (ocurrió después del hecho, luego es la causa del hecho) sugieren que el asesinato fue la consecuencia de comentarios del crimen en redes sociales.
El precio de la libertad: tolerar opiniones que detestas
Es obvio que en las redes sociales hay gentuza, tanto espontánea como organizada, simples energúmenos y activistas desestabilizadores o políticos aventureros consagrados a inventar asquerosas historias truculentas para inculpar a categorías humanas completas -moros, musulmanes, menas, inmigrantes ilegales etc.-, como se hizo antaño con los judíos o cualquier otra raza o clase maldita. Pero la actividad y presencia de indeseables en redes sociales es tan buen motivo para implantar la censura preventiva en ellas -que se ha apresurado a apoyar, cómo no, el tonto de guardia del PP- como la existencia de banqueros estafadores para prohibir toda la banca privada, ese sueño húmedo de la izquierda ultramontana. ¿Jugamos todos a ese juego?, ¿qué sobreviviría a la clausura preventiva?
Soportar chalados tóxicos, indeseables morales, activistas oscuros y otros sujetos nefastos en redes sociales no es distinto a soportarlos en la vida en general, incluso en las más altas responsabilidades: el Gobierno Sánchez está lleno de ejemplares, y no creo que se libre ni una alta ni baja institución del Estado.
Coexistir con la lujuriante hez de la humanidad, ya que convivir es imposible, no es sino el doble peaje que pagamos por vivir en sociedad, y como precio por la libertad. Ninguna censura previa va a acabar con ellos, pero en cambio recortaría la bendita libre expresión y comunicación que procura internet, devolviendo el monopolio de lo que se puede decir y saber al poder político y sus medios dependientes, que es el objetivo real de esta cruzada de moralina de falsa compasión y sentimentalismo impostado.
Los llamados delitos de odio tienen, además, otra notable característica: que pretenden penalizar sentimientos. ¿Se pueden prohibir unos e imponer otros? Como se ha intentado, y en ello sigue el wokismo, sabemos que solo podrían lograrlo sistemas, por fortuna imposibles, de lavado colectivo de cerebro, limitación del lenguaje natural y de la capacidad de sentir y pensar.
El odio es un sentimiento neutro y evolutivo; por eso prohibirlo es además de dictatorial profundamente idiota, aunque puede convertirse en una poderosa arma de destrucción social cuando se manipula y estimula con fines políticos. La desinformación tiene dos extremos afilados: el activismo peligroso de conspiranoicos y racistas, xenófobos y totalitarios de izquierda o derecha, pero también la censura autoritaria de gobiernos y poderes monopolistas: para la libertad esta última es la más peligrosa. Por eso el relato de la erradicación de los delitos de odio, engendro jurídico-moralista a suprimir, llega embarazado de criaturas muy peligrosas: la censura preventiva, la policía sentimental y el fin de la libertad de expresión y de conciencia.