Ignacio Varela-El Confidencial
- En un país normal, la historia no pasaría de las páginas de sucesos o de algún tabloide sensacionalista. Pero, definitivamente, este no es un país normal
Un pobre diablo aficionado al sadomaso pone los cuernos a su pareja habitual y esas prácticas dejan huellas visibles en su cuerpo. Temeroso de que el novio se percate de la traición, inventa una historia de violencia grupal y la denuncia. La policía tarda escasamente 72 horas en descubrir la superchería. Finalmente, todo se reduce a un intercambio sexual consentido entre adultos y al atolondramiento posterior de uno de ellos.
Un joven metido en líos sentimentales más o menos escabrosos trata de engañar a su pareja y a la policía con una denuncia falsa: hasta aquí la noticia pura y dura. En un país normal, la historia no pasaría de las páginas de sucesos o de algún tabloide sensacionalista. Pero, definitivamente, este no es un país normal. Aquí cualquier clase de carroña es buena para alimentar a los buitres de la política, que se reparten uniformemente por las cúpulas de todos los partidos sin excepción, jaleados por sus terminales mediáticas y por la cacofonía infernal de las redes sociales.Madrid y Barcelona se manifiestan contra la violencia homófoba.
Durante tres días, la peripecia de este muchacho infeliz ha provocado una tormenta política, saldada con un ridículo clamoroso que empieza en el presidente del Gobierno y se extiende a todo el arco parlamentario y a un ejército de opinadores imprudentes. Si el primer día de la escandalera alguien se hubiera presentado en una tertulia o hubiera puesto un tuit recomendando esperar a que la policía confirmase los hechos, la jauría le habría colgado inmediatamente el cartel infamante de homófobo, encubridor de delitos de odio, simpatizante de Vox y fascista encubierto. La ley de Lynch funciona así.
Esa recomendación de prudencia podría —debería— haberla formulado, por ejemplo, el ministro del Interior, al que le habría bastado una consulta al equipo policial encargado de la investigación para averiguar que la historia del denunciante era, como mínimo, endeble. Si no hizo esa consulta, malo por negligente. Y si la hizo y, sabiendo lo que había, se lanzó a encabezar la cacería y excitó la pulsión oportunista y postinera de su jefe, peor por irresponsable y por zoquete.
Durante toda la semana hemos soportado un griterío de grandes conceptos malgastados para lo que no fue sino un episodio de picaresca vulgar. Los políticos han aprovechado la apariencia de una supuesta agresión para montar una batalla gigantesca de barro y mugre, plagada —cómo no— de palabras gruesas, insultos, acusaciones disparatadas y teorías garbanceras sobre la libertad sexual, en la que se amontonaban con hispánico jolgorio quienes señalaban a Santiago Abascal como el jefe de la banda de los encapuchados violentos, quienes identificaban bajo las capuchas a un pelotón de inmigrantes ilegales —seguramente, menas— y, como siempre, algún dirigente del PP pidiendo con vacua solemnidad la dimisión de medio Gobierno.
Cuando se conoció la verdad, Juan Soto Ivars formuló en este periódico la pregunta luminosa. Oiga, el hecho de que finalmente no se haya producido la tragedia de un muchacho apaleado y marcado a cuchillo por unos salvajes, ¿es buena o mala noticia?. Cualquier persona civilizada sin interés espurio en el caso lo celebraría. Sin embargo, a muchos dirigentes políticos, singularmente del sector oficialista, se los ve seriamente contrariados. Es obvio que habrían preferido que la historia del chico fuera cierta. El sanchismo ha demostrado muchas veces su vocación de nutrirse publicitariamente de la exhibición del dolor ajeno, es una de las marcas de la casa. Y la oposición, la suya de liarse a estacazos contra todo lo que se mueva al otro lado de la trinchera, con razón o sin ella. En realidad, aquí lo de la razón dejó de importar hace tiempo. En la política española, primero se dispara y luego se pregunta.
Delitos de odio: el término no puede ser más resbaladizo. El derecho penal castiga conductas objetivas, no sentimientos. No se habla de delitos de codicia, sino de robos, estafas, fraudes y desfalcos. Hay agresiones homófobas, actos de acoso y violencia contra las mujeres, segregación racial, venganzas y represalias ideológicas, incluso ataques a viejos por el hecho de serlo. Si la motivación del delincuente es el odio o es cualquier otra cosa (con frecuencia, se mata por pura diversión), será un problema de los psiquiatras, no de la Justicia. El odio es un sentimiento humano como cualquier otro, y el que esté libre de él que tire la primera piedra. Todos odiamos a alguien, pero ello no nos conduce a apalearlo, violarlo o asesinarlo. Y puestos a jugar con el término, no hay peores delitos de odio que la guerra, el terrorismo —o la exaltación de los terroristas con fiestas de bienvenida—, el genocidio o la persecución de los disidentes.
La verdadera calamidad es que, llegados a este punto, no queda un solo ámbito de la vida pública española que no esté contaminado por la nube de azufre de la polarización política y el sectarismo. Da igual que se trate de fútbol, toros o boxeo, de música o de libros, ¡de bares!, de comer carne o verdura, de inclinaciones sexuales, de vacunas y mascarillas, de tribus digitales, del periódico que se lee o la televisión que se sigue, de aeropuertos, de leyes o de jueces: todo se plantea con las pinturas de guerra bien visibles, y a quien se resiste a alistarse en la soldadesca del cisma nacional le cae el peor de los estigmas: equidistante.
Durante días, la política de los buitres proyectó su sombra siniestra sobre la historia de un pobre muchacho asustado, hoy culpable por no haber sido realmente apaleado. Si lo hubiera sido, lo habrían elevado a los altares antes de devorarlo. Como los dejó sin su ración de carroña, solo le esperan el desprecio y el abandono. Llegará a echar de menos la paliza que no le dieron.