El automóvil es un sector clave de nuestra economía. Por la cantidad de actividad que genera y por el empleo que crea de manera directa y sostiene de forma indirecta. Es, además, un elemento clave de la movilidad social, así que parece obvio que esté afectado por una crisis sanitaria de la que hemos tratado de defendernos precisamente mediante restricciones a la movilidad. No ha sido este un año bueno para el automóvil, en el que las preocupaciones han sido otras y las apetencias diferentes. Si le añade las dificultades sufridas en la logística y las carencias en los aprovechamientos de chips, comprenderá lo delicado del momento en el sector.
Pero hay más cosas que han influido en este comportamiento desfavorable. La principal quizás ha sido el ‘despiste’ tecnológico que padecen los eventuales compradores. Atravesamos una época de cambios tecnológicos vertiginosos en el sector, atrapado en medio de las medidas adoptadas para frenar la emisión de gases contaminantes a fin de evitar el cambio climático. Los anuncios oficiales de severas y no tan lejanas prohibiciones del consumo de determinados combustibles fósiles, en especial el fuel, pero también la gasolina, dificultan la toma de decisiones de compra. Si la extremadamente tupida oferta de modelos siempre ha sido un dilema a la hora de elegir, la determinación del tipo de motorización se ha convertido en un calvario. Hasta ahora la elección parecía clara a favor de la electricidad, por más que se enfrentaba a los problemas de precio, disponibilidad y tiempo de carga de las baterías, lo que limitaba su autonomía y, en la práctica, restringía su uso al tráfico urbano. Pero la aparición, como alternativa, del hidrógeno lo ha complicado aún más, aunque se sitúe más lejos en el tiempo.
Por si fuera poco, la actuación del Gobierno tampoco ha ayudado a despejar horizontes. Las manifestaciones han sido excesivamente dramáticas y poco coherentes, las ayudas a la compra se han mostrado muy insuficientes y la penalización impositiva, materializada con la subida del impuesto de matriculación que ha entrado en vigor con el nuevo año no son la medicina idónea para tratar su enfermedad y ayudar a su recuperación.
En el País Vasco, salvo Mercedes-Vitoria, carecemos de fábricas de automóviles pero disponemos de una tupida red de fabricantes de componentes que terminan equipando un vehículo. Por eso somos tan sensibles a la evolución de sus ventas. Es una frase hecha, pero cierta: ‘Si el automóvil tose, la economía vasca se pilla una pulmonía’. Menos mal que, al ser un sector muy globalizado, lo importante son las ventas totales y no las producidas en nuestro entorno que han caído un 18%. Nada menos que el peor registro de la historia.