Luis Haranburu Altuna-El Correo

  • Nos duele la política, pero solo ella nos puede salvar

Hemos ido demasiado lejos y el regreso es una incógnita. Con el Parlamento convertido en un ring tabernario y la gobernanza reducida a un penoso vía crucis, nuestra democracia se ha convertido en un sistema repleto de sobresaltos y excepciones. Tras cuarenta años de ejercicio ejemplar, nuestra democracia se ha despojado de alguno de sus más preciados valores y ha mutado a un híbrido entre populista y autoritario donde se echan de menos el sentido de Estado y la convergencia entre distintos que fueron el santo y seña de nuestra Transición. Hemos cambiado deprisa, pero sobre todo hemos ido demasiado lejos por caminos equivocados. Nuestra acelerada involución es apreciable en los ámbitos de la política, la economía y la antropología cultural.

En lo que respecta al escenario político, llama la atención el derrumbe de los tácitos consensos que inspiraron el advenimiento de nuestra democracia. La palabra consenso ha caído en desuso y la partitocracia ha invadido el territorio del interés general. La emergencia de dos bloques antagónicos domina el marco de la política española y se han avivado los rescoldos de aquel odio sectario que presidió el estallido de nuestra última Guerra Civil. No es ajeno a esta circunstancia el hecho de que la razón política haya sido sustituida por el sentimiento y la emotividad.

Es lamentable que se hable de crear muros y se pretenda demonizar al adversario negando, incluso, la esencial alternancia política que es el ADN del sistema democrático. La sustitución de la razón y de la verdad por lo que Max Scheler llamó «la mendacidad orgánica» es el síntoma más elocuente del deterioro de la democracia española. El bibloquismo, que todo lo preside, provoca el deterioro de nuestras instituciones e impide cualquier reforma política de calado. La del sistema electoral o la adecuación de nuestra Constitución, así como la restauración de nuestro Estado de Derecho son impensables en el actual marco político. Como botón de muestra de lo lejos que ha ido el deterioro de nuestra democracia, basta mencionar la tramposa amnistía que se pretende aprobar o la imposibilidad de acordar unos Presupuestos, fundamental guía de gobierno.

En el ámbito de la economía no es que se haya ido demasiado lejos, sino que pese a las estadísticas interesadas y a la insistente propaganda, nos hemos quedado anclados en nuestros sempiternos vicios y en nuestras históricas carencias. El divorcio entre la macroeconomía y la microeconomía; entre los datos de la propaganda gubernamental y la menesterosa realidad de una creciente mayoría de ciudadanos bordeando la pobreza es una evidencia lacerante.

El paro, que, a pesar del maquillaje al que las cifras reales son sometidas, nos sitúa en la cola de Europa; el estancado PIB incrementa la distancia entre España y las demás naciones que encabezan la UE; la desindustrialización frente a las quimeras vanguardistas que se preveían con los fondos ‘Next Generation’ y la incapacidad de remontar la deficiente productividad de nuestra economía están en el origen del aumento del riesgo de pobreza en la población, imposible de paliar mediante políticas populistas de índole clientelar. La ingente deuda pública de España es un evidente signo de que hemos ido demasiado lejos en el intento de maquillar la pobreza creciente, sin ofrecer alternativa alguna a los jóvenes parados y a los que, faltos de porvenir, se ven abocados al exilio económico.

Lo que subyace, finalmente, al deterioro de nuestra convivencia política y a la crisis económica, convertida en sistémica, es el deterioro antropológico de nuestra cultura. El humanismo que atesorábamos desde el Renacimiento y la Ilustración lo estamos arruinando con la infección posmoderna y lo más grotesco de la incultura ‘woke’. La cultura científica que ejercía de guía de nuestro progreso material y espiritual la estamos sustituyendo por una ideología que ve en la ciencia a su enemigo y en los valores del humanismo, su más acérrimo adversario. El laicismo civil fue una de las conquistas del humanismo ilustrado, pero el ‘despertar’ de las neoreligiones, sean estas de género o identidad, está subvirtiendo la axilogía moral y ética de la mejor modernidad. La ciencia es sustituida por el relato, la razón por la emoción y la construcción de la identidad personal por la involución tribal de las identidades resentidas. Se pretende caminar demasiado deprisa y demasiado lejos, hasta convertir al ciudadano libre en feligrés de una grey cínica y mendaz.

A veces, es preciso parar y mirar atrás para discernir mejor el camino perdido. Mirar para saber de dónde venimos no siempre es cosa de conservadores y reaccionarios, es simplemente la mejor manera de no seguir por las sendas perdidas de esta jungla enmarañada en la que se ha convertido España. Mejor regresar que precipitarse al averno. España se duele de sus políticos, pero son ellos quienes han de retornar a la senda perdida. Hölderlin lo tenía clarísimo: «Allí donde está el dolor está también lo que salva». Nos duele la política, pero solo ella nos puede salvar.