EL PAÍS, 2/4/12
El Proyecto Retorno recoge testimonios y opiniones de una serie de exiliados por el acoso de ETA
La mayoría de quienes se fueron por las amenazas no volverán
Lea el informe ‘Proyecto Retorno’
“Para nada. No podría aguantar el estar callándome todo el día, sin poder abrir la boca”. “Tuve la oportunidad de volver al ofrecernos trabajo en el País Vasco, pero se me pusieron los pelos de punta”. “Cuando me fui no tenía hijos; ahora tengo tres. Es frecuente que sea complicado por motivos familiares”. “Lo de volver es una utopía. ¿Qué se creen que es volver? Es más fácil votar”. “No me apetecería nada volver a ni anterior puesto de trabajo. Me siento desarraigado”.
Con esa claridad y coincidencia, sin que una sola de las voces se muestre proclive al regreso, se expresaron las personas de los grupos de trabajo del estudio del Gobierno Proyecto Retorno. Solo una dejó entreabierta la puerta, pero para otros: “Quiza haya quien quiera”, apuntó uno de los asistentes a las sesiones que realizaron en junio pasado los especialistas en victimología José Luis de la Cuesta, presidente además del Consejo de Víctimas; Gema Varona, Virginia Mayordomo y César San Juan. Otro participante definió dos grupos claros: “Los que nos tuvimos que ir y no tenemos intención de volver”, para quienes lo esencial sería “el reconcocimiento”, y “los que quieran volver y necesitan, además de la reparación simbólica, una ayuda».
El informe fue presentado por el consejero del Interior, Rodolfo Ares, el pasado 14 de marzo en el Parlamento. Sirve de base para el acuerdo que permitirá modificar antes de finales de junio la Ley de Reconocimiento y Reparación a las Víctimas del Terrorismo para dar entrada en ella a quienes tuvieron que abandonar Euskadi por atentados o el acoso de ETA y deseen ahora volver.
Todo indica que la mayoría no volverá, y esa es también la impresión del Ejecutivo. Al menos no lo harán para instalarse de manera estable. Han pasado en la mayor parte de los casos demasiados años y la perspectiva del regreso les produce más atisbos de amargura que de alegría o recompensa. O se mezclan ambas cosas y otras más. Por ejemplo: hay quienes dejaron atrás una ciudad o unos pueblos que van a encontrar gobernados —en algunos casos también lo estaban entonces— por los mismos que les forzaron a marchar, ya fuera con la violencia consumada, la extorsión o la amenaza directa, ya con el señalamiento, las miradas de odio y el insulto o el vacío de hielo.
Pero algunos sí lo harán y reclaman ayuda. Es el caso del exertzaina N. E., de 45 años, incapacitado para su trabajo. Relata a EL PAÍS por telefono su historia desde una localidad andaluza que ni siquiera ahora quiere precisar, como tampoco su nombre. Sus hijos, de 24 y 22 años, le piden que no lo haga. Ellos se quedaron en Euskadi con su madre y siguen residiendo en la misma localidad. Vivieron de niños con un padre hundido en la depresión y una noche de 1998 vieron arder su casa. “Fue tras una manifestación. En vez de ir a por un cajero, me tocó”, dice.
Además de ese atentado con bombas incendiarias, hubo años de llamadas, escritos y pintadas amenazantes, agresiones en las fiestas de su pueblo. Y lo que todo ello acarrea. “No quería ni llevar a mis hijos al frontón por miedo a que les pasara algo conmigo. Aquello me fue mellando y minó mi vida de familia. Se me fue la cabeza y eso me costó mi matrimonio y mi trabajo”.
“Yo era de izquierdas, abertzale podría decirse, y me crié respetando a todo el mundo”, prosigue el exagente. Conoce casos de caída en el alcoholismo y de suicidio. Tiene compañeros en Galicia y en Cádiz y una cosa muy clara: “No estábamos preparados para eso; no estábamos metidos en ninguna guerra, nos metieron”.
En su caso, el vaso de la resistencia psicológica se desbordó cuando ETA asesinó a la esposa de su compañero de patrulla, ertzaina ella también, y padres ambos de un niño con síndrome de Down. En 2005 le concedieron la incapacidad laboral —actualmente recibe 1.200 euros al mes— y puso tierra por medio.
“Yo vuelvo mañana mismo”, destaca, aunque su psiquiatra —sigue en tratamiento, primero por trastorno de la personalidad y ahora por estrés postraumático crónico— le advierte contra una recaída. “Cuando subo de visita, tres veces al año, no puedo aguantar muchos días seguidos”, admite. El problema que aprecia, y no será menor, es la vivienda. Paga una hipoteca sobre la que compró en Andalucía —“pensaba que nunca volvería”—. Venderla ahora, con la caída de precios, o no lograr venderla, y comprar mucho más caro en Euskadi le resultaría “imposible”.
En el terreno psicológico, quiere “seguridad de que ETA desaparece” y de que los radicales que gobiernan instituciones —“a lo mejor alguno de los que me zumbaron a mí”, piensa— están ahí “solo, de verdad, para hacer política, no para saber dónde vivo yo o el otro”.
“Puede ser un proyecto más o menos iluso”, pero al menos se ha impulsado, opinó una de las personas que participó en los grupos de trabajo, frente a su sensación anterior: “Hubo épocas en que las autoridades parecían alegrarse de que nos fuéramos”. Más de uno aseguró haber visto el alivio pintado en sus rostros y en el de sus jefes o compañeros de trabajo.
EL PAÍS, 2/4/12