FRANCESC DE CARRERAS – EL PAIS – 15/01/17
· Representación, división de poderes y pluralismo son los principios democráticos esenciales. La partitocracia y el populismo los desnaturalizan, los corrompen y los pervierten, desde ángulos distintos.
La idea de las formas políticas corruptas proviene de Aristóteles. A las formas políticas puras, es decir, la monarquía (gobierno de uno), la aristocracia (de una élite) y la democracia (del pueblo), el clásico griego oponía las formas corruptas como degradación de las puras: tiranía, oligarquía y demagogia, respectivamente. Hoy en día, aunque la realidad ha cambiado mucho, nuestras democracias contemporáneas pueden degenerar, entre otras formas corruptas, en partitocracia y en populismo, no muy alejadas de las ideas de oligarquía y demagogia de las que hablaba Aristóteles.
La democracia hoy, en su esencia, sigue siendo, efectivamente, el gobierno del pueblo. Ahora bien, la democracia no es una finalidad sino un simple instrumento, el más adecuado, la mejor forma de gobernar un Estado, o la peor a excepción de todas las demás, como irónicamente dijo, al parecer, Winston Churchill. Porque, recordemos, la finalidad de todo Estado —de toda estructura política, también las supraestatales (como la UE) y las infraestatales (como las CC AA y municipios)— es asegurar la libertad y la igualdad de todos los ciudadanos mediante la garantía de los derechos civiles, políticos y sociales que figuran en los textos constitucionales. Es decir, la democracia determina el sujeto del poder político y los límites para ejercerlo, no su objetivo, que es la “igual libertad” de todos. La democracia es, por tanto, una simple técnica, un instrumento, para alcanzar este objetivo.
Ese instrumento está basado en tres grandes principios que son requisito indispensable para su buen funcionamiento: la representación política, la división de poderes y el pluralismo. Si alguno falla, el instrumento no sirve, la democracia queda inutilizada para la finalidad que se propone.
La representación política significa que los ciudadanos, mediante elecciones y por un tiempo limitado, otorgan a determinadas personas, de forma directa o indirecta, el poder político. La división de poderes consiste, sustancialmente, en que el poder no está concentrado sino que las diversas funciones del Estado son ejercidas por órganos distintos, los cuales, además, se controlan mutuamente. El pluralismo presupone que en la sociedad coexisten diversos intereses, valores e ideas que deben ser reconocidos y protegidos porque son un valor en sí mismos, dado que en todo sistema democrático la discrepancia y la contraposición de opiniones son la fuente previa a toda decisión política y un requisito necesario para que resulte acertada. Un reflejo imprescindible del principio pluralista son los partidos políticos que, a nuestros efectos, adquieren una especial relevancia.
Representación, división de poderes y pluralismo son, por tanto, los principios indispensables que configuran a las democracias. Pues bien, la partitocracia y el populismo, desde ángulos distintos, vulneran algunos de estos principios y, por esta razón, desnaturalizan la idea de democracia, la corrompen y la pervierten. En apariencia las formas son democráticas, en su funcionamiento el Estado deja de serlo porque el objetivo de la “igual libertad” a la que antes nos referíamos no puede alcanzarse, dado que el instrumento es defectuoso y no sirve para la finalidad pretendida.
Cuando los partidos copan la Administración pública, ponen la sociedad a su servicio
La partitocracia desvirtúa la división de poderes porque los concentra en los grandes partidos mayoritarios e impide la función de control entre los distintos órganos estatales. Como hemos visto, los partidos políticos son un efecto inevitable del principio pluralista. Hoy la democracia es una democracia de partidos, no de individuos aislados. Pero esta legítima democracia de partidos se convierte en partitocracia cuando uno o varios de entre de ellos, desde luego los más importantes, se ponen de acuerdo para ejercer un poder trasversal que se apodera de los distintos órganos del Estado e impide la posibilidad de controlarse mutuamente. La garantía para el buen funcionamiento democrático que supone la división de poderes queda desactivada. Falla un principio esencial de la democracia.
Una primera consecuencia es que la Administración pública no cumple con el mandato constitucional de servir a los intereses generales si los partidos copan, mediante los cargos de confianza que designan, la dirección de los órganos de la Administración, arrinconando así a los funcionarios que ocupan sus plazas en virtud de los principios constitucionales de mérito y capacidad. Esta Administración es la que debe conceder permisos y subvenciones a las empresas, asociaciones y particulares, entre ellos otorga las licencias a los medios de comunicación audiovisual. Así, pone la sociedad a su servicio en lugar de estar ellos al servicio de la sociedad.
Si añadimos que son estos mismos partidos quienes designan a los miembros de órganos constitucionales (Tribunal Constitucional, Consejo General del Poder Judicial, Defensor del Pueblo, Tribunal de Cuentas) y a los órganos reguladores (Banco de España, Mercado de la Competencia, Consejos de RTV, etcétera), que por su naturaleza deben ser independientes, se ve claro que los poderes tienen un amplio campo para ser ejercidos sin frenos ni contrapesos, sin controles. El principio de división de poderes se vulnera y todo el edificio del Estado democrático de derecho queda seriamente dañado.
La solución no es la de los populistas, que cambian de forma sustancial el sistema en su conjunto.
Los populismos suelen surgir como reacción frente a las partitocracias y, a veces, acaban destruyendo a la democracia misma al sustituir los principios de representación política, división de poderes y pluralismo por sus contrarios: consultas directas a los ciudadanos, concentración de poderes y partido único o liderazgos carismáticos.
De entrada, dividen a la sociedad en dos partes, las élites y el pueblo. Pero a condición de que sólo es el pueblo quien está legitimado para gobernar y la mejor forma de hacerlo es la consulta directa, sin mediar representación alguna. De ahí que la buena democracia sea la llamada democracia participativa, aunque los participantes sean una pequeña fracción del pueblo. De ahí la importancia que se da a las manifestaciones callejeras, consultas y referendos, considerados como la expresión de la voluntad del pueblo auténtico. Al final, es el líder máximo (siempre bueno, justo y honrado) quien tiene capacidad para interpretar esta voluntad. Los populismos suelen derivar en dictaduras, de uno u otro signo.
La partitocracia es una forma corrupta de democracia porque vulnera el principio de división de poderes y desvirtúa todos los demás. Pero la solución no es el populismo, que arrasa con todos los principios democráticos y cambia de forma sustancial el sistema en su conjunto. La solución está en la regeneración democrática de las instituciones mediante una reforma que haga respetar los principios: una buena democracia representativa, una verdadera división de poderes y un respeto al pluralismo. Frente a las formas degeneradas y corruptas, las soluciones regeneradoras y reformistas.
Francesc de Carreras es profesor de Derecho Constitucional.