Ignacio Camacho-ABC

  • Más allá de la burla consentida al Estado de Derecho, la impunidad de Puigdemont es el resultado de un fraude sistémico

Mucho se ha hablado estos días, a propósito de la segunda saga-fuga de Puigdemont, de humillación al y/o del Estado. Que sin duda ha existido, cómo negarlo. Pero mucho más grave es la afrenta que la democracia española se ha infligido a sí misma con esta burla consentida, convenida de forma tácita o explícita para salvar la investidura de Salvador Illa y los intereses combinados de los partidos separatistas. No hay democracia sin instituciones ni leyes, y ambas quedaron pisoteadas en el espectáculo de connivencia con un delincuente al que se permitió adrede entrar en el país, dar un mitin a sus fieles y volver a escapar sin que nadie se lo impidiese. La polémica sobre la complicidad de los Mozos de Escuadra forma parte de una estrategia de distracción para alejar el foco de la cuestión trascendente, que es el desdén de todas las autoridades por el orden normativo al que se deben. La arbitrariedad es siempre la patología que destruye la legitimidad de un régimen.

Si la carnavalada del prófugo hubiera sido una demostración de negligencia o incompetencia policial podría hablarse de fracaso político o técnico. No lo fue. Se trató de una falta multilateral y deliberada de respeto a las bases elementales del Estado de derecho, a los principios de obligado cumplimiento para los dirigentes que ejercen el poder en nombre del pueblo. Da igual que mediasen consignas de vista gorda o escenificación de una farsa planeada de mutuo acuerdo. El problema está en el desprecio de tres gobiernos –municipal, autonómico y nacional– por su propia institucionalidad, degradada con tal de sacar provecho de una situación excepcional aun a costa de cometer un desafuero. Una exhibición descarnada de pragmatismo cínico cuyo carácter fraudulento le confiere la condición de amaño sistémico. Ventajismo crudo, oportunismo marrullero. Sin escrúpulos ni remordimientos.

Una vuelta de tuerca más, en suma, al proceso de degradación democrática en que el sanchismo ha sumido a España por el empeño en mantener viva una legislatura inviable nacida de un acto de corrupción política palmaria. A partir de la amnistía, la igualdad ante la ley ha quedado derogada porque la simple adscripción al bando gubernamental, al entorno del presidente, al Partido Socialista o cualquiera de sus formaciones aliadas se convierte en un salvoconducto de impunidad, una carta blanca con la que es posible eludir la acción de la justicia, hacer negocios dudosos, obtener una cátedra o disfrutar de un estatus especial de soberanía tributaria. Una mayoría parlamentaria alquilada pretende retirar a los tribunales la última palabra y un órgano de garantías constitucionales viciado de favoritismo reinterpreta a beneficio de parte la Carta Magna y se hace un cucurucho con sus páginas. El número circense de Puigdemont no es más que una anécdota en esta rápida deriva que conduce a la autocracia.