MANUEL MONTERO, EL CORREO 03/02/13
· Lo grave de la corrupción es la incapacidad de los partidos para afrontarla.
Ni pasan ni se arreglan, simplemente se amontonan. Los escándalos se suceden. Cuando llegan, expulsan de los titulares periodísticos a la anterior bronca, que da la impresión de que se va olvidando. Pero ahí va quedando todo. Los Gürtel, los ERE andaluces, los hermanos Pujol, el Bárcenas, el increíble Urdangarin (la gran aportación vasca al marasmo), el Palau… entre el rosario de desastres que se difuminan en la memoria. Su rápida sucesión genera un efecto adormidera. Los casos pierden dramatismo, al generalizarse la idea de que entra dentro de la normalidad que nos esquilmen y se lleven la tela a la cantidad de paraísos fiscales que han descubierto. Por lo que se ve, si no tienes una cuenta en Suiza no te hace caso nadie.
Un escándalo tapa al anterior: nos estamos haciendo a este mecanismo. Hasta va desapareciendo de la prensa la crisis económica, que queda reservada a cuando se publican los índices mensuales del paro. Entonces dan pie a las declaraciones rituales por lo mal que va todo. Como mucho, sirven ese día para despotricar del Gobierno o disparar contra el sistema, al gusto. Eso es todo. La crisis sigue, pero se está amortiguando la conciencia colectiva de la crisis. El PP no quiere que se hable de ella, pues se le ha ido de las manos; y el PSOE procura no mentarla por su nombre, tras averiguar que el ciudadano le identifica con su origen y con los principales desastres asociados a ella.
La prensa de las últimas semanas, hecha a grandes titulares, no parece continuidad de la de hace unos meses, cuando hablaba de crisis social, en torno a la huelga general. Después la crisis social se ha amortiguado… en la imagen pública. Entre una corruptela y la siguiente se cuelan en las noticias desastres que sólo concitan la atención un rato, sean desahucios, vueltas de tuerca del lehendakari catalán, la rutinaria manifestación anual por los presos, el desaguisado de las cajas, las caídas bancarias. Todo se desvanece: los apuros económicos, la prima de riesgo. ¿Nos van a rescatar? ¿Nos han rescatado ya? A lo mejor: el asunto ha salido de los periódicos, por lo que la respuesta la tendremos cuando aflojen las noticias de las corrupciones.
Nos hemos instalado en una ciclogénesis explosiva que afecta a todo lo público. Lo refleja bien el descrédito de los políticos, convertidos en una de las preocupaciones nacionales (la tercera, tras la crisis y el paro) y con índices de impopularidad que asustan: la circunstancia, gravísima, afecta a todos los partidos y revela el desapego ciudadano respecto a la democracia. Los miembros del Gobierno –elegido hace poco más de un año– son abucheados cada vez que se les ve en público. Es motivo de alarma, pese al entusiasmo que muestran algunos partidarios de la oposición, que tienden a imaginar que estos se lo tienen merecido. Olvidan que les pasó lo mismo y que, en conjunto, constituye la muestra de un fracaso colectivo.
La crisis se está convirtiendo en una crisis del sistema. Lo evidencia la corrupción, que afecta a todos los partidos y no resulta un fenómeno epidérmico, pues está saltando en los centros del poder. Con ser grave, no es el principal síntoma de la quiebra en que hemos entrado. Sobre todo, está la incapacidad de los partidos para afrontar la corrupción. Se limitan a lamentar (y denunciar) la ajena, mientras esconden las vergüenzas propias todo lo que pueden. No se conoce ningún caso en que la hayan depurado a fondo entre los suyos, pese a que se diría que es la que más les tenía que molestar. Peor aún: no se tienen noticias de ninguna propuesta para atajar de raíz este mal, más allá de proclamar la obviedad de que esto no puede seguir así y de que se debe perseguir la podredumbre. Suena a retórica vacua, pues no incluyen ninguna reforma administrativa que impida que los partidos campen a sus anchas por ámbitos completos de la administración, sin inspecciones ni funcionarios independientes que supervisen su honestidad. Hasta la fecha sólo hay discursos sectarios, que consisten en el ‘y tú más’.
La paralización política en las cuestiones de enjundia es constante. Hay consenso en que sobra administración, pues las competencias se duplican y resulta necesario racionalizar el gasto, además de acabar con el despilfarro y las obras suntuarias. Pues bien: desde hace años se repite el diagnóstico, pero no se hace nada. Se ha bajado el sueldo a los funcionarios, pero siguen los cientos de asesores nombrados a dedo, muchos de función ignota o descabellada. Las obras faraónicas y las infraestructuras imperiales de inspiración provinciana se han paralizado, pero no por abandono del despropósito, sino porque se ha acabado el dinero. El mausoleo cultural de Santiago de Compostela, por ejemplo, sigue por inercia, y sobre los aeropuertos fantasmas nadie sabe qué hacer, por no citar televisiones autonómicas, fundaciones varias, observatorios institucionales…
Esta suerte de parálisis, o manía de no afrontar los problemas, es el componente más grave de la crisis de la democracia en que hemos entrado. Llega hasta el extremo de que los políticos no hacen nada para mejorar su eficacia y cambiar su imagen, pese a la percepción ciudadana de haberse convertido en uno de los principales problemas. Se quedan como alelados: a verlas venir, como si no fuese con ellos. Nuestros políticos son muy buenos para ponerse a la cabeza si la cosas van bien, pero una nulidad si no les llega mister Marshall. Ni siquiera muestran vergüenza profesional frente a su desprestigio. Nos han metido en una crisis gravísima y no saben cómo sacarnos.
MANUEL MONTERO, EL CORREO 03/02/13