KEPA AULESTIA, EL CORREO 06/07/13
· La corrupción política se sostiene en la arrogancia y el cinismo, consustanciales al poder.
La confianza en que las revelaciones públicas y la actuación judicial contra la corrupción están contribuyendo de manera determinante a acabar con ella se desvanece cada vez que un responsable político desliza el más mínimo comentario hipócrita frente a una acusación que le afecte directamente. En las dos últimas semanas los más altos dirigentes populares y socialistas han vuelto a escurrir el bulto ante los casos Gürtel-Bárcenas y los EREs de Andalucía, respectivamente, con absoluta desfachatez. La recurrente apelación a que el asunto está en manos de los jueces suena más bien como un desafío para ver si la instrucción es capaz de encontrar pruebas fehacientes. La reiterada disposición a facilitar su labor a la fiscalía y al juez es la falsa moneda con la que los partidos concernidos tributan a la Justicia. A este paso acabaremos vitoreando el temple del presidente Rajoy al eludir con displicencia las cuestiones más comprometidas. Por deplorable que sea la ‘pena del telediario’ –la exposición pública y reiterada de imputaciones e imputados– más reproche merece el ademán de quienes se sacuden culpas mediante subterfugios increíbles, con tanto descaro como torpeza argumental.
Supongamos que todo ello obedece a la necesidad que la política partidaria tiene de hacer borrón y cuenta nueva respecto al pasado. A que no puede proceder a una catarsis anti-corrupción sin poner en riesgo su existencia futura. A que necesita autoaplicarse una amnistía que permita a los actuales políticos protagonizar su propia regeneración. Supongamos que cuando ponen a prueba a los jueces, obstaculizando su acción e incluso cuestionando su independencia, tratan de abreviar el calvario que supone cada escándalo para inaugurar cuanto antes un tiempo nuevo. Pero la prepotencia con la que se niegan a admitir las evidencias más incontrovertibles hace temer que en cualquier momento se reproduzca ese pasado que tratan de disimular.
No podríamos concluir que la corrupción haya ido a menos a medida que el régimen de libertades dejaba atrás el sistema esencialmente corrupto que fue la dictadura. En estas dos semanas han vuelto a coincidir escándalos protagonizados por la estética neocaciquil de los electos populares imputados de la Comunidad Valenciana, con la trama urdida por los tesoreros del PP desde su sede central de Génova, y la reedición corregida y aumentada en los EREs de la ‘moral del descamisado’ que encarnó el socialista Juan Guerra.
La tesis de que estos últimos años han aflorado más casos de corrupción debido a la acción de la Justicia es tan esperanzadora como discutible. La diferencia estriba más bien en la cantidad de dinero circulante en torno a las instituciones públicas. La corrupción fue favorecida por la bonanza económica, la especulación sobre el suelo, una disponibilidad presupuestaria desorbitada y la generación de hábitos de gasto superfluo. De modo que si ahora remite no será tanto por la Ley de Transparencia –amortizada en su contenido antes de ser promulgada–, por la actuación de jueces y fiscales, ni por el miedo a salir en el ‘telediario’, como por la contracción del erario y la deuda que soportan las instituciones. En otras palabras, es de temer que la corrupción repunte con la anhelada reactivación económica.
Porque la corrupción política no es solo el cohecho, la prevaricación o la malversación de fondos públicos. Forman parte de ella también las condiciones y actitudes que la hacen posible, y los efectos que genera en la rutina institucional y en la percepción social. Corrupción política son la arrogancia y el cinismo en el ejercicio del poder, la renuncia a actuar seriamente de oposición, la inexistencia de crítica interna en los partidos y el pasaje evangélico que solo autoriza a «lanzar la primera piedra» a quien esté «libre de pecado».
Corrupción política es la anestesia aplicada en la conciencia colectiva, la indiferencia alimentada a base de impunidad. Hasta eso de que todos los políticos son iguales representa una secreción de la corrupción política que contribuye a perpetuarla. Si no hay capacidad para exigir explicaciones sobre lo peor es imposible que las instituciones expongan el catálogo pormenorizado de los recortes que han aplicado a lo largo de estos años. Si la utilización partidaria de la corrupción como argumento arrojadizo coarta su clarificación por ser un mal compartido, qué posibilidades hay de abrir un debate serio sobre la utilidad real de las medidas acordadas por la UE para incentivar el empleo. Si nadie se siente políticamente responsable de los EREs en Andalucía, quién puede librar a las primarias de urgencia que ha convocado Griñán para sucederse de la sombra de opacidad que las anula como gesto de apertura de un partido hacia la sociedad.
La corrupción degrada la democracia y abona la impasibilidad del poder con el instintivo propósito de que también la sociedad se vuelva impasible. Hace unos días oímos a Barack Obama justificar el espionaje generalizado como medio ineludible para «tratar de entender mejor el mundo». Una necesidad análoga zarandeó durante horas el avión presidencial de Evo Morales. Una necesidad parecida a la que se resiste a llamar ‘golpe de Estado’ a lo acaecido en Egipto. La arrogancia y el cinismo son consustanciales al poder, y la corrupción justificada y encubierta es una de sus manifestaciones en la escala que corresponda.
KEPA AULESTIA, EL CORREO 06/07/13