Héctor Schamis-ABC
- Lo que hace falta es tener organizaciones capaces de canalizar la representación social, agregar intereses diversos, seleccionar y formar dirigentes
¿Por qué decae la democracia? El término más frecuente en los foros internacionales retrata el humor colectivo: ‘democraticbacksliding’, en inglés. Da cuenta del retroceso y erosión de la democracia. Se trata de un fenómeno global, ya sea por la proliferación de autocracias y regímenes ‘híbridos’, por la creciente propensión de los gobiernos a vulnerar las normas constitucionales, o bien por la naturalización de narrativas corrosivas para la democracia. Eso que algunos llaman ‘populismo’. El fenómeno está adecuadamente descripto en el debate, el problema reside en la sobredeterminación del mismo. Es decir, una situación en la que múltiples causas independientes son suficientes para ocasionar un mismo efecto, y cada causa es capaz de producir dicho efecto por sí misma. Con lo cual las explicaciones son tentativas, si no ‘ad hoc’ y arbitrarias. Lejos de una teoría, traigo aquí algunas preocupaciones sobre el tema.
La primera es acerca del dinero en la política, difícilmente un tema nuevo. No hace falta ir al marxismo, en donde la democracia es ‘burguesa’, un orden social basado en la igualdad formal –el voto– junto con la desigualdad material –la propiedad privada–. Lejos de Marx, sin embargo, el pluralismo americano (Lindblom, Dahl y otros) también destacó la «posición privilegiada de los empresarios», lo cual les exime de rendir cuentas a pesar de las consecuencias públicas de sus decisiones privadas.
Ya sea la oligarquía petrolera en la Rusia de Putin, o la élite tecnológica de Silicon Valley en el Gobierno de Trump, hoy alcanza con una imagen para ilustrar rasgos centrales de dichos privilegios. Más aún, la reciente disputa entre Musk y Trump hace explícito el «poder de una plutocracia en el poder». Insultos, amenazas mutuas y una incipiente crisis política sugieren que el hombre más rico del planeta no es menos poderoso que el presidente de la nación más poderosa del planeta. Pues «el dinero habla», según el conocido proverbio. Siempre habló, pero ahora su voz suena más alta que la agregación de voces que informan el proceso democrático, y que la voz de la ley y la constitución. Que dicho magnate haya podido despedir a cientos de miles de empleados del Gobierno federal, desmantelando componentes vitales del Estado con una simple orden administrativa –una decisión de cuestionable legalidad– evidencia cuán alto habla el dinero.
Esto ocurre con dineros de origen lícito, ni que hablar los que provienen de la corrupción o el crimen organizado. Que tienden a fusionarse entre sí, pues las platas de la corrupción de la obra pública, del tráfico de drogas y personas, y de la minería ilegal se lavan juntas. Los montos crecen exponencialmente, economías de escala. Es un nuevo modelo de negocios, organizado en conglomerados ilícitos horizontalmente diversificados e integrados verticalmente. En la cúspide se encuentra el poder: el Gobierno es rehén al inicio, luego es socio y cómplice.
La impunidad es concomitante; el Estado de derecho, ilusorio. El caso de Venezuela ilustra cabalmente el punto, un país capturado por un cartel con operaciones en las Américas y más allá. En Europa solo hay que recordar el financiamiento chavista de Podemos, las maletas de Delcy Rodríguez en Barajas, el oro en Turquía y el coltán en Italia, minerales extraídos ilegalmente. Es un ejemplo entre muchos.
El resultado ha sido un cierto hastío, si no el rechazo de la política. Los más jóvenes consideran que los partidos políticos son mediocres, corruptos y en muchos casos están capturados por el crimen; y no les falta razón. Por ello han migrado con sus aspiraciones hacia la sociedad civil, vista como el ‘locus’ de la virtud, donde el capital social surge y se multiplica, y la solidaridad entre los individuos se disemina; condición necesaria para la construcción democrática.
Que lo es, pero es insuficiente. Una sociedad civil heterogénea, plural y participativa es imprescindible mas no suficiente para la democracia. La literatura está plagada de análisis que muestran la alta densidad de capital social en organizaciones de la sociedad civil no precisamente democráticas; de las Juventudes Hitlerianas al Ku Klux Klan, por ejemplo.
No obstante, la prédica de la sociedad civil como agente, vehículo y actor democrático en sí mismo se ha hecho dominante, una lógica que termina siendo anti-sistema. Si el dinero erosiona la democracia por acción, el foco exclusivo en la sociedad civil lo hace por omisión. Si los jóvenes le dan la espalda a la política, la democracia no tendrá futuro. Es más que ‘backsliding’ lo que está en juego.
Lo que hace falta es tener organizaciones capaces de canalizar la representación social, agregar intereses diversos, seleccionar y formar dirigentes, coordinar la competencia electoral, financiar campañas legalmente, elaborar propuestas e ideas, negociar diferencias programáticas y crear coaliciones capaces de gobernar. Pues en democracia votamos por partidos políticos. Es necesario descontaminar la política, entonces, para que sea aquel lugar de la virtud que proclamaba Aristóteles.
Mi siguiente preocupación es la tecnología, lugar natural de la sociedad civil. Treinta años atrás, Robert Putnam nos alertaba en ‘Bowling Alone’ sobre la merma de capital social en Estados Unidos debido a la caída de la membresía en las asociaciones intermedias; religiosas, cívicas y vecinales. Ello tendría efectos negativos sobre las instituciones públicas, erosionando la calidad del Gobierno y el sistema democrático.
Putnam le atribuía primacía causal a la privatización del ocioasociado a las tecnologías digitales, a expensas de formas tradicionales de entretenimiento propicias para la interacción; de ahí el creciente aislamiento. La realidad virtual que hemos construido, nos decía, es responsable por la licuación del capital social. Sin mecanismos que promuevan el involucramiento cívico y la interacción personal, no será posible recuperarlo.
Dichas proposiciones se ven hoy de manera mucho más nítida. A fines de siglo pasado no había teléfonos ‘inteligentes’, no socializábamos ‘en línea’, las ‘apps’ no organizaban nuestra vida cotidiana. La tecnología es el mensaje, las redes son el vehículo que lo transporta. El fetichismo de la tecnología nos dice que su gramática homogeneizadora reduce todas las diferencias. En un sentido es cierto, la difusión de la tecnología ha democratizado la alienación, entendida como extrañamiento.
Fue Zygmunt Bauman quien profundizó estas intuiciones con su concepto de ‘modernidad líquida’. En ella el individuo se desvincula de las categorías estables y aglutinadoras de la ‘modernidad sólida’; clase social, religión, comunidad. En la modernidad líquida, dichas categorías se hacen transitorias, efímeras. Afectan todas las áreas de la vida, incluyendo el trabajo y las instituciones sociales, la familia entre ellas.
Nos conectamos para permanecer distantes, la sociabilidad se trunca. Si hasta el amor y la intimidad son líquidos, ¿cómo podría no ser el caso de la política? Hace años que la discusión está empantanada en la cuestión de la erosión y el deterioro democrático, sin que logremos comprender el tipo de sistema político que nos gobierna. Quizás la democracia de hoy no sólo tenga déficits, sino que esté siendo sustituida por algo diferente. La lúcida contribución de Bauman nos permite vislumbrar lo nuevo que está surgiendo ante nuestros ojos; específicamente, en nuestras pantallas. Deberíamos avanzar en su conceptualización. Tal vez ya estemos viviendo una sui géneris ‘democracia líquida’, entendida aquí como la forma política distintiva de la ‘modernidad líquida’ en este siglo XXI, una ‘era líquida’.